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Los buenos vecinos son difíciles de encontrar

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Durante 35 años, Walter fue uno de los buenos vecinos más entrañables, y no sé qué haré sin él.

Durante más de la mitad de mi vida, he podido mirar por la ventana de mi cocina y ver a mi vecino, Walter, ocupándose de sus quehaceres domésticos, trabajando en su jardín, preparándose para la temporada que se avecinaba, y me encantaba saber que él siempre estaba allí, tan constante como la lluvia.

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Tenía solo 26 años, recién casada y embarazada, cuando me mudé a la pequeña casa adosada que compartía entrada con la suya. Mientras desempacaba, oí un golpe en la puerta y encontré a él y a su esposa de pie en mi puerta trasera, con las caras sonrosadas y radiantes. Me entregó un saco de manzanas que había recogido y me dijo: “Soy Walter. Ella es Kathy. Bienvenidos, buenos vecinos”, y se marchó.

Esas manzanas eran justo lo que necesitaba para mis persistentes náuseas matutinas, pero en ese momento no tenía ni idea de que esos vecinos serían un antídoto para las dificultades de la vida. Vivimos en paz muy cerca unos de otros durante 35 años, llegando a conocernos a través de nuestros vaivenes cotidianos: charlando, echándonos una mano, vigilando, sin sobrepasar nunca los límites. Era un vínculo especial.

La mayor parte de nuestras interacciones tenían lugar en el patio trasero, que era el dominio de Walter. Estaba ocupado desde el amanecer hasta el anochecer, y observar lo que hacía se convirtió en una fuente inagotable de fascinación para mis hijas y para mí.

Ya fuera secando fruta en su tejado para hacer sidra, cortando leña de los árboles caídos del barrio o curando salchichas polacas en su ahumadero recuperado, era toda una aventura en la vida sin residuos y la cocina de aprovechamiento. Una vez, regresó de una cacería, en algún lugar, con una bolsa de aves muertas que desplumó para hacer almohadas de plumas y asó para la cena.

Desde el primer deshielo invernal hasta la primavera, Walter preparaba su pequeña parcela de tierra para la siembra y luego la cuidaba con esmero. A medida que el verano declinaba y los días se acortaban, transformaba su cosecha en conservas para todo el invierno.

Aunque vivía al ritmo de las estaciones, la pesca era la pasión de Walter durante todo el año. Regresaba con enormes salmones, montones de eperlanos o resbaladizos bagres, y luego se sentaba durante horas en un tocón de árbol para destriparlos. Mis hijos, chillando, cortaban las cabezas y las aletas mientras riachuelos de sangre y escamas corrían por nuestro camino de entrada. Sin hijos propios, Walter disfrutaba de tenerlos cerca.

A menudo celebraba sus capturas con la familia extendida, a muchos de cuyos miembros había ayudado a establecerse en Canadá. Las fiestas se extendían por nuestros patios comunes, con luces de colores, vodka polaco, especialidades ucranianas de Kathy y bailes bajo la morera de Walter. Al final del día, había un plato de sabroso pescado frito en mi puerta trasera.

Después de mi divorcio, Walter comenzó a ayudarme discretamente: reparaba mi auto, sacaba la basura si se me olvidaba, quitaba la nieve cuando trabajaba hasta tarde. Me enseñó a desatascar un inodoro, a cambiar un fusible y a dar marcha atrás con mi coche por nuestro estrecho camino de entrada sin hacer ningún rasguño.

Una Navidad, cuando mi hija anunció que había una cascada en su dormitorio, Walter y su hermano se subieron a mi traicionero techo y picaron el hielo. Le di las gracias con un abrazo y una buena botella de whisky, más agradecida de lo que él podía imaginar.

Cuando mi madre estaba muriendo, Walter le prometió que cuidaría de mí. Fiel a su palabra, durante mis años más difíciles, estaba a solo una llamada de distancia.


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Con su carácter sólido, su fiabilidad y sus actos de bondad, Walter se ganó un lugar en mi corazón. Al igual que mi madre, provenía de un origen humilde, había visto la tragedia y los estragos de la guerra cuando era niño —en la Segunda Guerra Mundial, su padre fue asesinado a tiros frente a su casa mientras él se escondía—, pero siempre estaba sonriendo, riendo y contando historias. Era lo más parecido a un padre que tenía, aunque el mío aún vivía en ese momento. Nos queríamos mucho.

Pasaron las estaciones y la vida dio sus giros y vueltas. Walter se alegró mucho cuando me volví a casar, se entristeció cuando mis hijos se fueron y se sintió aliviado cuando me jubilé. A medida que envejecía, nuestros papeles se invirtieron poco a poco. Yo le ayudaba a desenvolverse en la vida mientras él cuidaba de su esposa, cada vez más débil, y se volvía él mismo más frágil.

El día que murió, se burló de mí por sacar mal el coche después de haberme enseñado tan bien, y luego detuvo el tráfico para que pudiera salir con seguridad. Le dije adiós con la mano y le dije: “¡Tengo días buenos y días malos, Walter!”. Él se rio y dijo: “¡Yo también!”.

Esa noche, marqué el 911 frenéticamente mientras mi esposo le practicaba la reanimación cardiopulmonar a mi querido vecino. Walter me había salvado la vida años atrás en un accidente automovilístico cerca de mi casa, levantando un vehículo que me aplastaba con una sola mano y una barra de acero, y me sentí devastada porque ni nosotros ni los paramédicos pudimos salvarlo.

Pensé que nunca podría borrar esa imagen de mi mente. Pero, al llegar el otoño, veo pájaros y pequeños animales en el jardín preparándose para el frío y me acuerdo de mi amigo. Solo unas semanas antes, lo había visto de pie bajo su enrejado, recogiendo jugosas moras de su parra, un pequeño tentempié a media mañana bajo el sol. Para todo hay una estación. Walter estaba en el invierno de su vida. Había vivido bien y disfrutado de sus bendiciones.

Pensaré en él cada vez que coma una manzana. Siempre llamaré a sus flores favoritas “Glory Mornings” (mañanas gloriosas). Y siempre estaré agradecida de estar viva gracias a él. Sé que lo extrañaré, pero me considero afortunada de haberlo tenido durante tanto tiempo, justo al otro lado de la calle.