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El amor de una madre solo es capaz de esto

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«Durante años, temí por la vida de mi hija. Pero la ciencia ha conseguido algo increíble para las personas con fibrosis quística».

Hace dos años, mi hija Samantha se graduó en la universidad. Empezó a trabajar a jornada completa por primera vez y empezó a buscar un piso con su mejor amiga. Estos hitos, agridulces para la mayoría de los padres, a mí me han parecido monumentales. Mientras Sammie se aventura a su futuro, nuestra familia se encuentra ante el precipicio de una vida que no nos habíamos atrevido a vislumbrar hasta ahora. 

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Porque, hasta hace poco, yo todavía creía que iba a vivir más que ella.

Mi hija tenía casi dos años cuando nos enteramos de que tenía fibrosis quística (FQ), una enfermedad genética progresiva que afecta a la respiración, la digestión y otras funciones mientras va destruyendo los pulmones lentamente. Llevaba meses perdiendo peso, sus brazos, antes regordetes, se habían reducido hasta los huesos y su vientre estaba distendido. Una prueba de sudor detectó la fibrosis quística, que confirmó un análisis de sangre.

—La buena noticia es que la esperanza de vida de alguien con FQ es de casi 31 años —dijo su pediatra.

Stuart, mi marido, y yo nos quedamos en silencio. Yo tenía 31 años entonces.

La FQ se debe a una mutación en el gen que controla el paso de la sal por las células, lo que produce acumulación de mucosidad en las vías respiratorias, que dificulta la respiración y provoca infecciones pulmonares. Se describe como si la persona intentara respirar a través de una pajita estrecha, durante todo el día.

Después del diagnóstico, la rutina diaria de Sammie era desalentadora. Tomaba más de una docena de medicamentos, incluyendo enzimas pancreáticas en cada comida.

Tenía que hacer terapia respiratoria dos veces al día, respirando un cóctel de medicamentos para diluir la mucosidad en sus vías respiratorias, mientras un chaleco oscilante en su pequeño cuerpo deshacía la mucosidad. Cuando era pequeña, le golpeábamos el pecho y la espalda con las manos ahuecadas mientras veía películas infantiles. 

Stuart y yo trabajamos en equipo. Nos adaptamos como lo hacen los padres cuando viven con una enfermedad crónica, siempre con una corriente de ansiedad de fondo. Yo era más que una cuidadora. Era la testigo ocular, la que llevaba los registros, la que se aseguraba de que todos los médicos, enfermeras, proveedores de seguros, farmacéuticos y profesores estuvieran en sintonía.

Sacar adelante a una hija con fibrosis quística era como manejar en medio de una tormenta de nieve. Con el volante en la mano, necesitaba todas mis fuerzas para no salirme de la carretera. Solo me concentraba en lo que podía ver con los faros, confiando en los momentos más difíciles. Me aterraba mirar demasiado lejos.

Durante un tiempo, la función pulmonar de Sammie se mantuvo estable. Solo una vez en la primera década después de su diagnóstico fue necesario internarla para recibir un tratamiento agotador de dos semanas de antibióticos por vía intravenosa. Muchos niños con FQ son hospitalizados cada año o con más frecuencia.

Sabía que había gente que moría joven a causa de la FQ, pero me negaba a creer que ella sería una de estas. Entonces, una noche, llegó mi peor pesadilla cuando recibí una llamada a las 3:45 a.m. Era una de mis amigas de nuestro grupo de apoyo a padres de FQ. La hija de mi amiga, que también se llamaba Samantha, tenía 22 años. Había vuelto a casa para pasar el Día de Acción de Gracias y había ingresado en el hospital para recibir un tratamiento rutinario de antibióticos por vía intravenosa para ayudarla a eliminar una infección pulmonar. Su muerte fue un golpe devastador.

Aunque nuestra vida familiar se estructuró en torno a su enfermedad, nunca la traté como si tuviera una enfermedad mortal. Reservaba mis crisis emocionales para la intimidad de la ducha o las llamadas a una madre-amiga de la FQ. Ahorrábamos para su universidad.

El hecho de convertir a mi hija en un diagnóstico equivalía a descartar todo lo que la definía: su inteligencia y su agudo ingenio; su creatividad y bondad; su fuerza de voluntad; su capacidad para hacerme llorar de risa. A ella, reírse a carcajadas le provocaba un ataque de tos, una característica propia de esta enfermedad.

Cuando estaba en el instituto discutíamos con frecuencia porque ella se negaba a mi hipervigilancia. Cuanto más luchaba por su independencia, yo me aferraba más a ella. Si dejaba pasar un tratamiento respiratorio, la acusaba de ser negligente con su vida.

Yo estaba aterrorizada.

El verano anterior a su último año del secundario, Sammie sufrió una triple infección pulmonar. La hospitalizaron, le administraron antibióticos por vía intravenosa y una terapia de desobstrucción de las vías respiratorias cada tres o cuatro horas, las 24 horas del día, y aun así, no se recuperó como esperábamos.

A los 18 años, su rutina incluía potentes medicamentos con aterradoras etiquetas de advertencia, e inyecciones de insulina para la diabetes relacionada con la fibrosis quística, algo habitual. Tenía la sensación de que mi hija se dirigía por una senda con posibilidades cada vez más estrechas.

La hija de otra amiga falleció a los 20 años. En su funeral, me senté entre otras dos madres de enfermas de FQ. Éramos las afortunadas cuyas hijas seguían vivas. En silencio, tomadas de la mano. Me imaginé a las tres en un barco de remos, en medio de una tormenta, con los tiburones rondando, esperando para destrozarnos.

A los 22 años, Sammie se incorporó al ensayo clínico de un medicamento de triple combinación para atacar la causa subyacente de la FQ: su proteína mutada. Llevábamos años oyendo hablar de esta nueva generación de medicamentos en desarrollo, que se centraba en restaurar la función de esa proteína. Habían salido al mercado versiones menos potentes en poblaciones de FQ más pequeñas con mutaciones raras. Este nuevo fármaco trataría la mutación más dominante, y los estudios en fase 2 parecían prometedores.

Durante los primeros meses del ensayo de fase 3, no hubo ningún cambio. Supusimos que estaba entre quienes tomaban el placebo. Luego, el estudio entró en fase abierta, y todos los participantes recibieron el medicamento. A las pocas horas, Sammie empezó a toser violentamente mientras sus vías respiratorias se purgaban de mucosidad. En una semana, su función pulmonar se disparó y su tos crónica desapareció. En unos meses, sus niveles de azúcar en sangre se normalizaron y pudo dejar de inyectarse insulina.

En octubre de 2019, la Trikafta fue aprobada por la Administración de Alimentos y Medicamentos de EEUU (FDA) como un héroe salvador a segundos de la catástrofe.

La semana que se aprobó Trikafta yo estaba hecha un lío. Sentía como si hubiera estado conteniendo la respiración durante 20 años y por fin pudiera exhalar. Inhalé historias sobre adultos con FQ que ya no estaban en las listas de trasplantes de pulmón o podían tener hijos. Mi hija se cansó de oírme hablar de esto.

—Sé que estás emocionada con el medicamento, y lo entiendo, pero tienes que entender que nunca tuve miedo de morir de FQ —me dijo.

Tener un hijo con una enfermedad crónica es como cualquier otro, al final. Requiere confianza y la voluntad de vivir con incertidumbre. Con el tiempo, hay que dejarlos ir y esperar que hayan absorbido lo que les has enseñado.

Mi hija se ha convertido en una joven extraordinaria: fuerte, segura y capaz. Ya no necesita que sea su cuidadora. Ya puedo ser tan solo su madre. 

The Washington Post (14 de agosto de 2021), Copyright © 2021 by The Washington Post

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