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Los 14 habitantes de Faro sueñan con revivirlo

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Faro es un puñado de casas alrededor de una inacabable llanura pampeana; abunda la tierra y las tranqueras están abiertas, el viento indolente que abraza la población alimenta los sueños de independencia y soberanía rurales. 

Llegar hasta el pueblo desde la Ciudad de Buenos Aires requiere cruzar toda la provincia. Es un viaje largo, donde se atraviesan todas las geografías, se pasa el Salado, la llanura, las sierras y se vuelve al llano. Son 600 kilómetros épicos. Una vez en el km 585 de la Ruta Nacional 3, un cartel anuncia la entrada a Faro. La magia del pueblo y la propia energía de sus habitantes se hacen notar: el camino, la vieja ruta provincial 72 (de ripio) está protegida por olivares centenarios. Estamos en la región olivícola por excelencia de la provincia de Buenos Aires. Faro aparece como una visión preciosa, surreal. Bajo el cielo azul, la escuela, las casas y la estación de tren se abren como una postal difícil de olvidar. Hay pueblos que tienen similitudes: Faro es espacial. Pudiendo ser una más en la larga lista de localidades que han desaparecido, sus catorce habitantes decidieron sostener una ilusión que dio resultado: cambiar el destino del pueblo invitando a vivir en él. Muchos han aceptado la invitación.

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Faro es un puñado de casas alrededor de una inacabable llanura pampeana; abunda la tierra y las tranqueras están abiertas, el viento indolente que abraza la población alimenta los sueños de independencia y soberanía rurales. Hay un grupo de familias que llegaron con ganas de hacer las cosas de nuevo. Patricia Beliz y Daniel Tonelli, junto a Ricardo Mansilla y Mirta Verdecchia, son los que arribaron primero desde Bahía Blanca y compraron un terreno para hacer una huerta comunitaria. Querían cambiar de hábitos y probar, poco a poco, la sensación de vivir en el campo. Al principio solo se quedaban los fines de semana, pero luego hubo que tomar la decisión e hicieron lo que el corazón les decía: abandonar la ciudad para instalarse en Faro. Los primeros tiempos fueron duros, porque, igual que hoy, estaba todo por hacerse y había que acostumbrarse a la vida de los pioneros. En el pueblo no hay ningún comercio ni posibilidad de comprar alimentos o productos de necesidad. Coronel Dorrego queda a veinte kilómetros y es la única conexión con el mundo. 

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La producción orgánica domina la nueva historia de Faro. Ambas familias tienen su propia verdulería a cielo abierto; a esto se suma que en el pueblo hay algunos árboles frutales, entre los que domina el membrillo. Caminar por Faro es hacerlo en un jardín, la visión se pierde en la inmensidad; aunque no se ve, a unos 30 kilómetros está el mar Argentino. El mar se presagia. Está ahí nomás. El pueblo se llama así porque el faro que hoy está en Monte Hermoso primero llegó a la estación de este pueblo y desde aquí se trasladó a la costa. Por las noches se ve el haz de luz, bajo un manto estelar sublime. El atardecer aquí es un show increíble: por un momento el cielo queda turquesa, con puntos brillantes: la aparición de la luna es un segundo amanecer. “Es un corredor usado por naves espaciales, muchas veces se ven luces, se paran en el cielo, quedan inmóviles, otras dan vueltas”, explica Ricardo. Tiene fotos que pueden fundamentar esto; para él este pueblo no es uno cualquiera. Siente que hay una energía singular que nace desde la tierra. “Es común que saques una foto y detrás aparezca un destello, es la energía que está en el aire. Faro ilumina”, apunta Ricardo. 

“En Faro encontramos la tranquilidad, la tierra fértil, el clima propicio para una amplia variedad de cultivos que en otros lugares no teníamos, instituciones con edificaciones en condiciones para restaurar y realizar distintas actividades. La calidad de vida en Faro es lo que nos empuja a soñar con un pueblo más numeroso y disfrutando de la naturaleza, algo que se ha perdido y olvidado en la vorágine de la vida urbana”, relata Patricia. Hace dos años que viven en Faro. “En la estación soñamos instalar una casita de té, un museo, donde podamos realizar eventos para atraer gente al pueblo”, sintetiza el master plan. Siendo un lugar tan generoso en espacios verdes, la mejor opción de conocerlo es estar dentro de ellos y apropiarse de esta libertad incalculable. Instalar fogones, juegos para niños, hacer almuerzos para aprovechar los productos que da este territorio, las olivas, las verduras orgánicas y la carne que es asada por experimentados asadores que logran el punto justo en su cocción. Los catorce habitantes se han propuesto refundar el pueblo. Parece imposible y enorme la empresa, pero ya están empezando a hacer realidad el sueño. La estación de tren ya está recuperada.

Una de las claves para que el pueblo tuviera una nueva oportunidad fue aumentar la población. Abrieron las puertas y comenzaron a llegar nuevos habitantes, nuevas historias, nuevas energías. Hombres y mujeres que se acoplaron al sueño colectivo. Lucía Giacondino y Cristián Atlante fueron los primeros en oír el llamado. “La gente en la ciudad está colapsada, hay una necesidad muy grande de volver a alcanzar la tranquilidad, el desarrollo familiar, de tener espacio psicológico y físico real. De tener una actividad natural en la vida. Necesitamos volver a la seguridad de confiar en el otro. Recuperar la confianza en la tierra, que está perdida en las grandes ciudades”, explica Lucía entusiasmada. Ambos son los nuevos habitantes de Faro. “Viajamos a dedo; a pesar de que mucha gente piensa que nadie te levanta, nosotros no esperamos más de quince minutos en la ruta. Así hemos recorrido el país”. La autogestión, ese espíritu inclaudicable, está presente en ellos, y es fundamental para abrazar el horizonte y negociar con la tierra el cambio de vida.

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“La idea que tenemos es simple: queremos hacer una casa de adobe, pero además diseñar un modo de vida completamente sustentable, producir nuestros alimentos, trabajando conscientemente la tierra para poder vivir gracias a ella, y vender la producción excedente. Queremos demostrar que otro modo de vida es posible, por eso vamos a tener nuestra casa abierta para que esta alternativa que planteamos sea viral y pueda ser compartida por todas las personas que deseen dejar la ciudad y comprometerse con la tierra y la vida en un pueblo”, detalla Lucía, quien reflexiona y define en pocas palabras lo que muchos piensan y no se animan a hacer. 

La inmensidad es compañera y la aprovechan para generar independencia. “Aquí volvimos a cultivar nuestros propios alimentos. Cada vecino tiene sus gallinas, su huertita, sus mascotas. La tranquilidad del pueblo nos permite olvidar las puertas sin cerrojo, las bicicletas en la calle, nuestras pertenencias están a la vista de todos. ¿Quién va a apropiarse de lo que no es de uno? Algo impensado en otros lugares”, asegura Patricia. Faro fue una estación activa, el tren supo darle al pueblo el movimiento que hoy añoran. Había seiscientos habitantes, un hotel, restaurante, taller mecánico, zapatero, peluquería, bares, almacén, comisaría y hasta una central telefónica. La actividad, al igual que la de cientos de pueblos del interior bonaerense, era plena. El tren aseguraba una vida y un país federal. Había trabajo. “Las actividades principales eran la de bolsero o estibador, tantero (los que laburan por tanto, los que siembran el campo o lo cosechan o ambas cosas) y esquilador”, detalla.

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De aquellos días felices, hoy la imagen más fuerte que muestra la realidad es que la ruta 72 está sobre el antiguo trazado del tren. Pero esto no desalienta a los habitantes de Faro. “En el antiguo puesto policial, junto a la escuela, queremos armar una pulpería para poder comercializar nuestros productos, brindando una opción de comida al paso o de aprovisionamiento”. Faro tiene una enfermera, sostén sanitario no solo para el pueblo, sino para las almas perdidas que resisten viviendo en la última recta de pampa antes del mar Argentino. En una de las habitaciones de la estación quieren hacer una sala de primeros auxilios. ¿Salida al mar? Es un sueño, que necesita más tiempo, pero, si la hubiera, le daría a Faro mayores oportunidades. Sin embargo, el pueblo aprovecha su posición geográfica. El aceite de oliva y la aceituna son los productos del territorio que identifican a esta comarca. Para rendirles tributo, se hace todos los años la Fiesta Provincial del Olivo, y en la estación sirven una cena mediterránea. 

La estación une a los que viven aquí, se ha reciclado y estas familias han logrado que este edificio ferroviario luzca como en sus mejores días. El tren no llegará más, pero ese espíritu esperanzador que germinaba con la aparición de la locomotora, ha renacido. Algo en el aire nos dice que van a lograr todo lo que se propongan. 

© Desconocida Buenos Aires. Secretos de una provincia. 2018. Editorial El Ateneo. 

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