Inicio Selecciones 80 Aniversario Marzo 1968: Cuándo se logró lo imposible

Marzo 1968: Cuándo se logró lo imposible

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Hoy totalmente normales y seguros, durante décadas los trasplantes era una retahíla de fracasos. Conozca a los héroes que no se rindieron.

Vivimos en tiempos que, demasiadas veces, son catalogados de nefastos. Pero, la verdad es que es un tiempo en que lo que antes se habría considerado algo increíble se ha normalizado. Cientos de miles, tal vez millones, de personas viven hoy vidas normales gracias a todo tipo de trasplantes. Parece algo dado. No es así, durante casi 70 años generaciones de médicos e investigadores, junto a cientos de voluntarios, ofrendaron sus existencias a encontrar la salida del laberinto del rechazo inmunitario.

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En una nota de Albert Maisel, que publicamos en marzo de 1968, el recuento de la tenaz lucha para resolver este desafío que pareció, por décadas, imposible, conmueve.


El milagro de los Trasplantes quirúrgicos

Hace casi tres años la señora Bonnie Glidden se hallaba al borde de la muerte en el Centro de Ciencias Sociales de la Universidad de California, Los Ángeles, Estados Unidos. Los riñones de la enferma no podían eliminar los desechos corporales y, como resultado de ello, las piernas y el abdomen se le habían hinchado hasta cerca del doble de su tamaño normal, y el corazón estaba a punto de desfallecer. Se encontraba al final de la intoxicación urémica.

En una habitación cercana, el médico explicó la situación a los familiares; se necesitaba un riñón sano. ¿Había algunos voluntarios? Todos ofrecieron los suyos.

Tras hacer algunas pruebas preliminares para determinar el tipo de los tejidos, los cirujanos extirparon los agotados riñones de la señora Glidden y los sustituyeron por un riñón de su hermano menor, que yacía en una sala de operaciones contigua. En 24 horas, el riñón fraterno había eliminado el hinchado cuerpo de la paciente, unos 30 litros de líquido. La tensión arterial descendió a cifras normales. El corazón se regularizó y empezó a latir uniforme y firmemente. En menos de dos semanas, Bonnie Glidden salió del hospital y se sentía mejor que nunca.

Pero la prueba decisiva para el trasplante renal de la señora Glidden se presentó seis meses después cuando quedó embarazada. La gravidez impone un esfuerzo tremendo a los ri-ñones, aunque sean normales. No obstante, atravesó felizmente por ese período y, cuando dio a luz un robusto niño de 3,3 kilos, el riñón donado estaba trabajando perfectamente.

El hecho notable en relación con este caso es que ya no resulta excepcional. Hasta hace cuatro años pocos trasplantes de órganos lograban prolongar considerablemente la vida de un moribundo. En la actualidad, gracias a la cooperación internacional en las investigaciones médicas, más de 1.000 hombres y mujeres viven normalmente con riñones trasplantados. Y eso no es todo. En el curso del año pasado hubo médicos que, por primera vez, pasaron a los trasplantes del páncreas, del hígado, de los pulmones y, el pasado diciembre, en la Unión

Sudafricana y en los Estados Unidos, algunos cirujanos iniciaron una serie de trasplantes de corazón.

Misterio del rechazo

La idea de trasplantar órganos enteros ha fascinado a los médicos desde hace muchos años. Entre las múltiples dificultades que plantea su ejecución, la más grave ha sido —y todavía lo es— un misterioso fenómeno llamado “rechazo”. Lo observaron por primera vez un brillante francés, el Dr. Alexis Carrel y el Dr. Charles Guthrie, de la Universidad de Chicago, que, en 1904, se asociaron para iniciar una serie de experimentos de trasplante en animales.

Cuando Carrel y Guthrie remplazaron los riñones de un perro con los de otro, los órganos trasplantados secretaron rápidamente orina, y el animal marchaba muy bien. Pero al noveno día murió. El Dr. Carrel prosiguió sus experimentos en perros y gatos durante más de ocho años. En 1910 algunos de los gatos retozando unas tres semanas o más después de las operaciones. Pero tarde o temprano todos los años sucumbían.

Los investigadores sabían que sus técnicas quirúrgicas eran impecables, porque siempre que extirpaban un par de riñones y volvían a colocarlos en el mismo animal, los órganos funcionaban indefinidamente. Tampoco podían atribuir los fracasos a infecciones. La única explicación posible, concluyeron los cirujanos, es que algún factor biológico desconocido hacía que el órgano huésped rechace y destruya todo órgano que se implante en lugar del propio.

Afinidad de los ratones

En 1912, el Dr. Carrel recibió el Premio Nobel por sus investigaciones de los trasplantes. Sin embargo, interrumpió sus experimentos para volver a Francia cuando empezaba la Primera Guerra Mundial, y pasaron años antes de que los investigadores volvieran a tratar el problema.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los investigadores de media docena de países iniciaron una nueva serie de experimentos de trasplante, algunos con pacientes humanos que estaban moribundos por insuficiencia renal. Uno de los experimentadores era el Dr. Jean Hamburger, del Hospital Necker, de París. Desde el año 1946 hasta 1953 practicó una serie de trasplantes humanos en pacientes que se hallaban en la última fase de su enfermedad. En todos los casos, los órganos donados aliviaron la uremia del receptor, pero no durante mucho tiempo. Todos fallecieron en el curso de tres semanas después de la operación.

Aproximadamente al mismo tiempo, en Toronto, Canadá, un grupo encabezado por el Dr. Gordon Murray practicaba cuatro trasplantes renales. Tres de esos órganos trabajaron un tiempo corto; pero el cuarto receptor sobrevivió más de un año. Y en el Hospital Peter Bent Brigham, de Boston (Mas-sachusetts), 15 trasplantes de riñón practicados entre 1951 y 1953 tuvieron resultados similares; fallecieron relativamente rápido por rechazo del órgano injertado, excepto un paciente que sobrevivió, cerca de seis meses.

Sin embargo, en 1954, algunos investigadores de Inglaterra, los países escandinavos y los Estados Unidos habían comenzado a desentrañar el misterio de la reacción de rechazo. Trabajando con injertos de piel en ratones, encontraron que la reacción contra el injerto era similar a la conocida “reacción inmunitaria”, por la cual el organismo envía grandes gló-bulos blancos sanguíneos a englobar y destruir gérmenes invasores. Con los tejidos trasplantados entra en acción otro tipo de glóbulo blanco: el diminuto linfocito. Al circular con la sangre, el linfocito se pone en contacto con el trasplante, lo reconoce como “distinto” y da la alarma. Entonces millones de linfocitos atacan al tejido “extraño” y lo destruyen célula por célula.

Los experimentadores hicieron después otro descubrimiento importante en los ratones. Cuando injertaban piel de una estirpe de ratón en otra genéticamente diferente, el rechazo se producía en el curso de diez días. Cuando los ratones donantes y receptos eran de estirpes afines, la reacción era más leve y los injertos sobrevivían hasta tres meses. Y cuando transferían piel de un ratón a otro de una estirpe genéticamente idéntica, los injertos sobrevivían de manera permanente.

Rodeo del obstáculo

El 23 de diciembre de 1954 un grupo quirúrgico del Hospital Peter Bent Brigham, en Boston, EE.UU., dirigido por los doctores Joseph Murray y J. Hartwell Harrison, sometió esta nueva observación a una prueba decisiva. Un joven llamado Richard Herrick, que se moría por una enfermedad renal, había acudido a ellos en busca de auxilio; su gemelo idéntico, Ronald, había ofrecido donar uno de sus riñones para una operación de trasplante. Los médicos sabían que, siendo gemelos idénticos, los hermanos poseían exactamente los mismos genes. Allí, más que en cualquier otro caso, había una ocasión en que los tejidos deberían ser perfectamente compatibles.

Se practicó la operación y pasaron los días y las semanas sin que se presentaran signos de reacción de rechazo. Pronto Richard estuvo en condiciones de salir del hospital y volver a su trabajo. Durante dos años, sin embargo, los médicos se abstuvieron prudentemente de publicar el informe del caso, aunque Richard seguía sin mostrar signos de rechazo. Cuando lo hicieron, el mundo entero se estremeció ante la noticia del primer triunfo verdadero en un trasplante renal.

Pero las esperanzas de centenares de víctimas de enfermedades renales estaban condenadas a la desilusión. El Dr. Murray y sus colegas habían probado únicamente que los trasplantes de riñón “prenderían” cuando el donante y el receptor fueran gemelos idénticos. En caso de parentesco menos estrecho, la incompatibilidad era todavía una barrera muy poderosa entre los tejidos del uno y del otro.

Mientras tanto, en París, el Dr. Hamburger había concebido una posible forma de soslayar esa barrera. Sabía que la radioterapia, destinada a destruir células cancerosas, también reducía la capacidad del organismo para producir glóbulos blancos germicidas. Acaso ese peculiar efecto secundario, inconveniente en un tipo de terapéutica, fuese lo que se necesitaba para suprimir la reacción de rechazo del organismo a un trasplante renal.

Antes de su siguiente operación de trasplante, el Dr. Hamburger sometió al paciente a prolongadas radiaciones que parecieron dar buen resultado: durante semanas el enfermo evolucionó bien. Luego, cuando finalmente se presentó la reacción típica del rechazo, con más radiación se conjuró la crisis. Cuatro años después, al publicar un informe el Dr. Hamburger y sus colaboradores, ese paciente aun vivía, y estaba bien. Lo mismo ocurrió con otros siete que habían recibido el tratamiento de trasplante combinado con radiaciones.

Pero 17 habían muerto.

Cuando otros hospitales ensayaron la radioterapia, se comprobó que la dosis de radiación necesaria para anular las defensas del organismo contra un trasplante extraño, era por si misma casi mortal. Varios pacientes murieron, en realidad, por la radiación más que por fracaso del trasplante. Había que encontrar un medio mucho más benigno de persuadir al organismo a aceptar un injerto extraño.

Una corazonada

Una vez más el anhelado adelanto surgió de las investigaciones sobre el cáncer. En los laboratorios estadounidenses de la empresa farmacéutica británica Burroughs Wellcome & Company, un grupo dirigido por el Dr. George Hitchings descubrió un medicamento llamado 6-mercaptopurina, que producía remisiones temporales de la leucemia. Impresionados los doctores Robert Schwarz y William Dameshek, en el Hospital Central de Nueva Inglaterra y asociados con la Universidad de Tufts, decidieron ver si ese medicamento —como los rayos X— podía también bloquear las defensas inmunitarias del organismo. Practicando injertos cutáneos sobre una serie de conejos, encontraron que con dosis pequeñas de 6-mercaptopurina se conseguía el triple del tiempo de supervivencia del injerto.

Muy pronto otros investigadores obtuvieron pruebas de que el antibiótico actinomicina y la cortisona también evitan las reacciones destructoras de los trasplantes. Con esas nuevas armas, otros grupos de cirujanos comenzaron entonces a practicar trasplantes. Hasta septiembre de 1963 por lo menos veinte grupos, en diversos países, habían colocado riñones donados a un total de 244 pacientes. Pero, a pesar de todos los años de esfuerzos y progresos, la mayoría de los enfermos todavía morían dentro de los dos años.

Lo que sirvió para mantener el optimismo entre los partidarios del trasplante fue una serie de informes respecto a la marcha de los trabajos de inmunólogos acerca de lo que llamaban la clasificación de “histocompatibilidad”. Cuarenta años antes, los médicos habían aprendido a evitar las reacciones mortales en la transfusión sanguínea, comparando y seleccionando los tipos genéticos de glóbulos rojos en la sangre de donantes y receptores.

Ahora los investigadores habían identificado series de factores de compatibilidad en los glóbulos blancos (células que intervienen en las reacciones de trasplante de órganos). Si se pudieran identificar todos los demás antígenos (sustancias que estimulan la producción de anticuerpos) ligados a las células, se podrían clasificar también los tejidos según su compatibilidad. Más de una docena de grupos de investigación se entregaron en todo el mundo a un esfuerzo cooperativo para encontrar y caracterizar los factores decisivos.

Durante casi tres años, la labor pareció casi imposiblemente compleja. Se identificaron más de 100 diferentes antígenos de los glóbulos blancos, todos los cuales habrían tal vez de pasar por pruebas de comparación y selección antes de que un órgano donado pudiera declararse compatible con los glóbulos blancos del receptor. Como esto podía tardar años, los investigadores decidieron aplicar la prueba de compatibilidad solo a los antígenos con la mayor potencia de reacción, fundándose en que, si los tejidos del donante y del receptor eran compatibles en seis o siete factores “fuertes”, los nuevos medicamentos supresores de la inmunidad dominarían las reacciones menores producidas por los muchos antígenos “débiles”. Y no se equivocaron.

Nuevos horizontes

Desde 1965 casi todas las operaciones de trasplantes han ido precedidas por alguna forma de tipificación de tejidos. El éxito ha sido enorme. Por ejemplo, en la Universidad de Colorado, el índice de supervivencia de los pacientes (con riñones obtenidos de donantes sin parentesco alguno) durante un año se elevó, después de la tipificación de tejidos, del 33 por ciento al 79; con donantes allegados, el índice de supervivencia aumentó del 67 al 83 por ciento. Con la tipificación de tejidos agregada a sus otros recursos, la cirugía de trasplantes dilata rápidamente sus horizontes. El otoño pasado, en el Centro Médico de la Universidad de Colorado, cinco niñas de muy corta edad, víctimas de defectos hepáticos siempre mortales, recibieron hígados trasplantados de cuerpos de niños muertos poco antes. Una niña murió cuatro meses después de su operación, otra, dentro de los dos meses, pero, en el momento de escribir el presente artículo, las otras tres viven y se encuentran bien.

En una operación de trasplante triple hecha hace un año, los doctores William Kelly y Richard Lillehei remplazaron el riñón, el páncreas y el duodeno enfermos de una mujer de 32 años que tenía diabetes grave. Aunque la paciente había dependido de la insulina durante más de 20 años, prescindió de ella en cuanto empezó a funcionar su nuevo páncreas.

Un grupo encabezado por el Dr. John Norman ha trasplantado bazos con todo éxito en muchos perros, con el propósito de curar a víctimas de la hemofilia cuyos bazos propios no pueden producir el factor anti hemofílico que, en las personas normales, coagula la sangre para impedir las hemorragias.

Tanto en el Japón como en los Estados Unidos se han practicado una serie de trasplantes de un lóbulo pulmonar a enfermos de cáncer de pulmón. Esos han sido trasplantados temporales, destinados a ayudar al paciente durante el período post operatorio hasta que el pulmón libre de cáncer se adapta lo suficiente como para poder sostener la vida.

La cirugía de trasplantes alcanzó un nuevo “máximo”, que conmovió a todo el mundo, cuando a fines del año pasado y principios de este se ejecutaron, en rápida sucesión, cinco operaciones de trasplante de corazones humanos. Tres norteamericanos que recibieron corazones trasplantados sobrevivieron durante un tiempo breve, pero en Sudáfrica tuvo más éxito el Dr. Christian Barnard con dos hombres de cincuenta y tantos años. Reemplazó los corazones, muy enfermos, de ambos por corazones de dos personas que habían muerto

prematuramente por otras causas. Aunque el primero de estos operados falleció (según los informes, de neumonía) 18 días después de la operación, su corazón donado estaba funcionando bien. Al escribir estas líneas, los médicos se muestran cautelosamente optimistas respecto a la perspectiva de supervivencia de enfermos a quien se trasplante el corazón.

Parece indudable que, en años futuros, muchos millares de personas que nunca habrían podido salvarse antes, recuperarían la salud gracias a la cirugía de trasplantes.

Hoy (2020)

Allá por los años 60, la revista Selecciones publicaba el artículo que acaban de leer sobre el incipiente avance acerca del trasplante de órganos entre seres humanos. Ya, desde aquella época, se vislumbraba que este tipo de operaciones salvarían la vida de millones de personas, y así fue.

En la actualidad, las operaciones de trasplantes de órganos y tejidos son comunes, muchas de ellas no revisten gran complejidad, y las personas que reciben un corazón, un riñón, una córnea, pueden realizar una vida normal con el órgano de otra persona que haya fallecido o bien haya decidido donar sus órganos en vida.

Claro que el tema de donación de órganos ha evolucionado y en todos los países existen organizaciones como el Incucai de Argentina que regulan el tema, de por sí muy sensible.

Hoy los órganos donados no solamente provienen de personas fallecidas recientemente, sino que hay donantes vivos como de riñón y de partes un pulmón, hígado, páncreas o intestinos, entre otros. Estas entidades ordenan la “oferta” y “demanda”, dando prioridades a los pacientes que más urgencia tienen en recibir una donación y confeccionando listas de pacientes en espera, todo para que haya transparencia. Además, los traslados de los órganos deben realizarse con suma rapidez y en condiciones sanitarias especiales, tareas bastantes complejas que necesitan de mucho control y organización que debe llevar adelante un organismo estatal.

La Argentina es uno de los países pioneros en trasplantes en Latinoamérica. De hecho, desde 2006, rige la ley de Donante Presunto que establece que las personas mayores de 18 años pasan a ser donante de órganos y tejidos tras su fallecimiento, salvo que haya manifestado su oposición. En tanto, la negativa es respetada cualquiera sea la forma en que se haya expresado. Esto apunta a generar en el ambiente familiar el debate sobre la donación.

Todos los años se realizan alrededor de 2.000 trasplantes en el país.

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