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Cuentos cortos: Mi amiga la loba

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En las profundidades de los bosques de Alaska, un buscador de oro rescata a una loba herida y a sus cachorros, creando un vínculo para siempre.

Una mañana de primavera, hace ya muchos años, había estado buscando oro por Coho Creek, al sureste de la isla Kupreanof, en Alaska, y al salir de un bosque de abetos y píceas, me paré en seco. En una ciénaga, a no más de 20 pasos de distancia, había un enorme lobo gris atrapado en una de las trampas del trampero George.

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El viejo George había fallecido de un infarto la semana anterior, el lobo había tenido suerte de que yo pasara por allí. Confuso y asustado al ver que me acercaba, el lobo retrocedió, tirando de la cadena de la trampa. Entonces me di cuenta de otra cosa: era una hembra, y tenía las mamas llenas de leche. En algún lugar había una camada de hambrientos cachorros esperando a su madre. 

Por su aspecto, supuse que solo llevaría un par de días atrapada, lo que quería decir que era posible que sus cachorros siguieran vivos, seguramente no muy lejos de allí. Sospechaba que, si intentaba liberar a la loba, se volvería agresiva e intentaría atacarme. 

Decidí encontrar a los cachorros y empecé a buscar pistas que pudieran guiarme hasta su madriguera. Por suerte, aún quedaba un poco de nieve y no tardé en ver huellas en un camino que bordeaba la ciénaga. 

El rastro me llevó medio kilómetro bosque adentro, luego por una pendiente de rocas dispersas hasta que al final vi la madriguera en la base de un enorme abeto. Todo estaba en silencio. Los lobeznos son tímidos y cautelosos, así que no tenía muchas esperanzas de conseguir que salieran, pero tenía que intentarlo. Empecé a imitar el agudo aullido con el que las lobas llaman a sus cachorros. No respondieron. Poco después, tras volver a intentarlo, aparecieron cuatro lobeznos. 

No debían tener más de un par de semanas. Extendí las manos y empezaron a intentar amamantarse de mis dedos. Quizás el hambre los hubiera ayudado a superar el miedo innato. Los fui metiendo uno a uno en mi bolsa de arpillera y volví bajando por la colina. 

Cuando la loba me vio, se puso en pie muy recta. Soltó un aullido agudo y lastimero tras oler a sus pequeños. Solté a los cachorros y fueron corriendo hacia ella. En pocos segundos empezaron a mamar. 

¿Y ahora qué? Me preguntaba. Estaba claro que la loba estaba sufriendo, pero cada vez que me movía hacia ella, un rugido amenazante resonaba en su garganta. Para proteger a sus cachorros se volvía agresiva. Entonces pensé que necesitaba alimentarse. Tenía que encontrar algo para comer. 

Me dirigí hacia Coho Creek y vi la pata de un ciervo muerto que sobresalía de un montículo de nieve. Corté uno de los cuartos traseros y devolví el resto al congelador de la naturaleza. Cargué con la pata del venado hasta la loba y le susurré en tono tranquilo, “Venga, mamá, aquí tienes la cena, pero solo si dejas de gruñirme. Venga. Tranquila”. Le tiré trozos de venado. Los olió y los engulló. 

Con las ramas de los abetos me hice un refugio improvisado y no tardé en quedarme dormido. Al amanecer, cuatro bolitas de pelo me despertaron oliéndome la cara y las manos. Miré hacia la inquieta loba. Ojalá pudiera ganarme su confianza, pensé. Era su única esperanza.

Durante los días siguientes, dividí mi tiempo entre la búsqueda de oro y el intento de ganarme la confianza de la loba. Le hablaba con suavidad, le llevé más venado y jugué con los cachorros. Poco a poco, fui acercándome, aunque tenía cuidado de mantenerme dentro de los límites de la cadena. El gran animal nunca me quitó los oscuros ojos de encima. “Venga, mami”, le suplicaba. “Quieres volver con tus amigos a las montañas. Relájate”. 

Al atardecer del quinto día, le llevé su ración diaria de venado. “Aquí está la cena”, le dije con suavidad al acercarme. “Venga, chica. No hay nada que temer”. De pronto, los cachorros vinieron brincando hacia mí. Al menos ellos confiaban en mí, pero empezaba a perder la esperanza de ganarme a la madre. Creí percibir un pequeño movimiento en su cola. Me acerqué hasta donde llegaba la cadena. Ella no se movió. Con el corazón en un puño, me senté más cerca. Con un único chasquido de sus poderosas mandíbulas podría romperme el brazo… o el cuello. Me envolví con la manta y lentamente me senté sobre el frío suelo. Pasó mucho tiempo hasta que me quedé dormido. 

Me desperté al alba con el sonido de los cachorros mamando. Con suavidad, me incliné hacia ellos y los acaricié. La madre me olió. “Buenos días, amigos”, dije, vacilante. Lentamente puse la mano sobre la pata herida de la loba. Reculó, pero no hizo ningún movimiento amenazante. Pensé que no podía estar pasando, pero así era. 

Vi que los dientes de hierro de la trampa solo le habían atrapado dos dedos. Estaban inflamados y lacerados, pero, si podía liberarla, no perdería la garra.

“Bueno”, exclamé. “Un poquito más y serás libre”. Hice presión, la trampa se abrió y la loba quedó libre. Dio una vuelta lloriqueando y rengueando con la pata herida. Mi experiencia en la naturaleza salvaje me decía que la loba recogería a los lobeznos y desaparecería en el bosque. Sin embargo, avanzó hacia mí con cautela. Los cachorros mordisquearon a su madre jugando cuando se paró junto a mi codo. Despacio, me olfateó las manos y los brazos. Entonces, empezó a lamerme los dedos. Estaba atónito. Esto contradecía todo lo que había oído sobre los lobos grises, pero, de alguna extraña manera, todo parecía natural

Poco después, con los cachorros correteando a su alrededor, la loba estaba lista para irse y empezó a avanzar rengueando hacia el bosque. Se dio la vuelta y me miró. 

“¿Quieres que vaya contigo?”, le pregunté. Movido por la curiosidad, recogí mis cosas y la seguí.

avanzamos algunos kilómetros por Coho Creek, subimos por la montaña Kupreanof hasta llegar a una pradera de pinos. Allí, oculta en el perímetro del bosque, había una manada de lobos. Conté nueve adultos y, a juzgar por sus juguetonas travesuras, cuatro lobeznos adolescentes. Tras unos minutos saludándose, la manada comenzó a aullar. Era un sonido inquietante, que iba desde unos gemidos graves hasta una especie de agudo canto tirolés.

Al anochecer, armé mi carpa. Gracias a la luz del fuego y a la brillante luna, vi furtivas siluetas de lobo esquivando las sombras con los ojos brillantes. No tenía miedo, sentían tanta curiosidad como yo.

Me desperté con las primeras luces. Era el momento de dejar a la loba con su manada. Me observó mientras recogía mis cosas y empezaba a caminar por la pradera. Al llegar al final, miré hacia atrás. La madre y sus lobeznos estaban sentados donde los había dejado, observándome. No sé por qué, levanté la mano y los saludé. En ese momento, la madre lanzó un aullido largo y triste hacia el aire fresco. 

Cuatro años después, tras participar en la II Guerra Mundial, volví a Coho Creek. Era el otoño de 1945. Tras los horrores de la guerra, era bueno volver a estar rodeado de abetos, respirando el familiar aire vigorizante de los bosques de Alaska. Entonces, colgando del cedro rojo donde la había dejado cuatro años atrás, vi la trampa de hierro que había atrapado a la loba, ahora oxidada. Verla me produjo una sensación extraña, y algo me llevó a escalar la montaña Kupreanof hacia la pradera donde la había visto por última vez. Allí, de pie sobre una elevada cornisa, aullé como un lobo durante un largo instante, algo que ya había hecho muchas veces. 

El eco resonó en la distancia. Llamé otra vez, y el eco volvió a reverberar, esta vez seguido de un aullido que venía de un reborde a medio kilómetro de allí. 

Entonces, de lejos, vi una silueta oscura que avanzaba lentamente hacia mí. Al cruzar la pradera, pude ver un lobo gris. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Reconocí de inmediato aquella silueta, incluso cuatro años después. “Hola, chica”, le dije con suavidad. La loba se acercó con las orejas rectas y el cuerpo tenso, y se detuvo a unos metros, moviendo ligeramente la peluda cola. 

Un momento después, la loba se había ido. Me fui de la isla Kupreanof poco después, y nunca volví a verla, pero el recuerdo que me dejó, vívido, inolvidable y un poco inquietante siempre pervivirá en mí, como recordatorio de que hay cosas en la naturaleza que están fuera de las leyes y el entendimiento de los hombres. 

Durante aquel breve instante, ese animal herido y yo conseguimos penetrar en el mundo del otro, superando barreras que nunca se pensaron que se superarían. No hay forma de explicar experiencias como esta. Solo podemos aceptarlas y, como están envueltas en un halo de misterio y rareza, atesorarlas aún más. 

La historia apareció por primera vez en la edición de mayo de 1987 de Reader’s Digest.

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