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La dama del tren

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En un viaje a lo largo de la campiña austríaca, hicimos una conexión extraordinaria.

Ella se sube al
tren en Salzburgo. Al tiempo que este sale de la estación, la veo parada en el
pasillo afuera de mi compartimiento. Una mujer de cuarenta y tantos años,
elegantemente vestida con un saco de gamuza color durazno y una falda larga de
seda negra. La miro con el rabillo del ojo, deseando que halle asiento en otro
sitio.

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Pero se detiene,
mira de un lado a otro del corredor, sin decidirse. Después, asoma la cabeza
por la puerta y pregunta con vacilación, si los otros cinco asientos están
ocupados. Están desocupados. Excepto en el que tengo subidos mis pies. Empiezo
a bajarlos, pensando que en este país ¡uy! tan formal, no es muy propio poner
mis pies descalzos en un asiento vacío.

—Ay, no, déjalos
allí. Es lo que pienso hacer yo, —dice la mujer mientras coloca su valija en la
repisa superior.

Después de que se
acomoda en su asiento, se quita los zapatos con tacos de charol negro, y sube
sus pies, iniciamos un pequeño juego como de tenis, lanzando un ir y venir de
cumplidos.

Pregunto si se
dirige a Viena.

—Nada más a St.
Valentin, allí es donde vivo, —dice— ¿y tú?

—Yo voy a Viena a
ver a una amiga, pero vivo en Alemania, en Heidelberg.

—Ah, ahí es donde
está mi médica homeópata —comenta—, todavía no la conozco, pero estoy en
constante comunicación con ella vía mail.

Pasa su mano
sobre su cabello. Se ve peinado en salón de belleza, las puntas redondeadas
hacia adentro y con mechones castaños más oscuros.

—Me está
atendiendo por cáncer —agrega.

Tan personal. Es
imposible quedarse sin hacer un comentario. ¡Homeopatía para tratar el cáncer!
Recuerdo a mi amiga Gina, quien recurrió a la medicina alternativa en búsqueda
de una cura para su cáncer de mama. Su desconfianza en la quimioterapia, su
compromiso obstinado hacia las terapias ‘verdes’ y la fe en su ‘doctor’ fueron
suicidas. Durante seis insoportables meses su sanador se rehusó a que tomara
analgésicos, diciéndole que debía experimentar la manera en que su cuerpo
luchaba contra el invasor. Al final sufrió una muerte dolorosa, y acabó
extenuada y devastada.

Mi escepticismo
debió verse reflejado en mi cara.

—Estoy siguiendo
ese tratamiento junto con la medicina tradicional —me afirma— sé que tengo que
probar todo.

—Ah, eso es bueno
—contesto, dudosa de si debo seguir preguntando.

Ella adivina mis
preguntas no formuladas.

—Es cáncer de
mama —dice afligida—, un tumor que encontraron hace tres años. En ese momento
era grande para operarlo, así que me dieron quimioterapia durante cinco meses.
Decidí seguir un tratamiento homeopático junto con la quimio.

La remitieron con
una médica homeópata en Zúrich.

—El aire fresco y
limpio de Suiza, los días soleados, la tranquilidad, el sonido de los cencerros
en las verdes laderas, descansar de mi trabajo, e incluso de mis hijos, todo
ayudó

—dice—. ¡El tumor
desapareció después de unos meses!

Me reí con fuerza
por la sorpresa que me causó, pero ella sonrió con tristeza frente a mi
entusiasmo.

—Bueno,
desapareció de mi seno, pero hace tres meses encontraron que tengo metástasis
en mi cerebro. En seis sitios. Demasiados para poder operar.

Nos quedamos en
silencio. De repente el ruido del tren es muy fuerte; el compartimiento
tiembla, las ventanas vibran, las ruedas giran. Metal contra metal, el tren
contra el viento, nuestro tiempo aquí y ahora contra el tiempo que se va
acabando.

—Acabo de
terminar otra ronda de quimios —comenta.

Con una sonrisa
confesional, baja la cabeza, se quita la peluca y me muestra su calvicie.

—Ya me está
empezando a crecer cabello otra vez. Mira —dice, frotando la palma de su mano
con suavidad sobre su cabeza.

Bajo la luz
deslumbrante del compartimiento veo el rastrojo fino sobre el montículo
brillante de su piel. Se ve blanco, seco, como rastrojo de maíz sobre un campo
nevado.

Vuelve a ponerse
la peluca y recuesta su cabeza contra el asiento. Me mira. Me siento abrumada.
Siento un agudo dolor al ver su cabello que vuelve a crecer en un campo
envenenado. Pienso en los campos minados, sus tumores a la espera del pie
incauto, del paso descuidado.

Sin saber cómo
proceder, pero sintiendo la necesidad de hablar, digo, un tanto a manera de
lugar común, que las posibilidades de recuperación son mucho más altas en la
actualidad que antes, que tres de cuatro de mis amigas tuvieron cáncer, y ahora
están bien. No menciono a Gina.

No se deja
convencer.

—Tal vez estaban
en una fase anterior a la mía. Sé que me dejé estar. Por lo menos seis semanas
después de que sentí el primer bulto. Pensé: voy mañana, la próxima semana.

Gira hacia su
reflejo en la ventana y se acomoda la peluca.

—O tal vez tus
amigas tenían vidas menos estresantes que la mía. Mi esposo me abandonó y me
dejó con nuestros hijos cuando yo no había cumplido ni treinta años. Tuve que
buscar trabajo, cuidar a mis hijos y ocuparme de la casa. Fue estresante.

—¿Cuántos hijos
tienes?

—Tres, entre 12 y
18 años. Además, como madre, siempre te acostumbras a poner a los niños primero
—lo dice como si fuera un hecho.

—Sí, lo sé,
—añado, aunque yo nada más críe a un hijo sola.

—Nunca me cuidé.
Nunca me compré algo para mí, a menos que de verdad lo necesitara. Ahora,
cuando tal vez ya sea tarde, estoy cambiando.

Acaricia la
gamuza suave de su saco y alisa su falda de seda. Es obvio que son adquisiciones
nuevas.

—Ahora hago cosas
que me hacen sentir feliz —dice con una enorme sonrisa. —Cosas que son buenas
para mí. ¡Empecé a practicar Qi Gong! Los ejercicios son magníficos. Me siento
rejuvenecida.

El tren empieza a
ir más lento. Las luces de St. Valentin perforan la oscuridad afuera de la
ventana.

Me conmueve su
valentía silenciosa. Nunca dejó ver enojo o autocompasión. Solo una aceptación
tranquila frente a lo inaceptable.

Ella se pone los
zapatos, se levanta y se acomoda la peluca.

Cuando el tren
llega a la estación, se voltea hacia mí. Me pongo de pie para darle la mano.
Pero ella extiende sus brazos y me abraza.

Las dos sabemos
que nunca más volveremos a vernos.

 

Rima Datta
Holland

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