Cuando
uno de sus gemelos murió poco después de nacer, una valerosa madre donó sus
tejidos a la ciencia. Luego les siguió el rastro.
Tenía
tres meses de embarazo; serían gemelos. Entonces Ross, mi esposo, y yo nos enteramos
de que uno de ellos tenía un defecto congénito mortal. Nuestro hijo Thomas
padecía anencefalia, es decir que su cráneo y cerebro no estaban correctamente
formados. Por lo general, los bebés con este diagnóstico mueren en el útero o
al cabo de unos minutos, horas o días de haber nacido.
La
noticia fue desoladora y también desconcertante. Nunca había oído hablar de tal
condición y no se había dado en mi familia. ¿Fue algo que comí? ¿Fue algo que
bebí? ¿Fue algo que hice? Pero, aun así, ¿por qué uno de ellos estaba sano?, me
preguntaba a menudo.
Así
que estaba lidiando con una serie de incógnitas que jamás encontrarían
solución. Y yo tendría que vivir con ello. Era como tener un irritante zumbido
de fondo.
Seis
meses después nacieron los gemelos, ambos vivos. Thomas sobrevivió seis días;
Callum estaba sano. Ross y yo nos esforzamos en seguir adelante. Teníamos un
hermoso y saludable niño que criar.
Decidimos
decirle a Callum la verdad sobre su hermano desde el principio. Tenemos algunas
fotos de Thomas en casa. Pocos años después, Callum empezó a comprender lo que
intentábamos comunicar.
“Donamos su hígado,
la sangre del cordón umbilical, sus retinas y córneas. Me preguntaba si estas
donaciones resultaron provechosas”.
A
veces decía cosas tristes; otras tantas decía cosas que resultaban algo
graciosas. Visitamos la tumba de Thomas un par de veces al año y en una ocasión
le dijimos a Callum dejaríamos flores. Él tomó uno de sus carritos de juguete.
“Yo quiero poner esto en la tumba también”, informó, lo cual me pareció muy
tierno. Poco después, estábamos viendo dibujos animados y él preguntó: —Mami,
¿cómo es el cielo? Como no lo sé, di la mejor respuesta que pude elaborar: —Verás,
algunos creen que es un sitio al que vas cuando dejas este mundo. Otros creen
que no existe.
A mí
también me intrigaba la vida de Thomas después de la muerte, pero de una forma
muy distinta. Ross y yo donamos sus órganos a la ciencia. Si bien su muerte era
inevitable, pensamos que tal vez podría ser fructífera.
Nos
enteramos de que, al ser muy pequeño por ser recién nacido, no calificaría para
trasplantes, en cambio, sería un gran candidato para investigaciones. Cedimos
su hígado, la sangre del cordón umbilical, sus retinas y sus córneas.
Tenía
la inquietud de saber si estas donaciones habían resultado útiles. Poco
después, me encontraba en Boston por un viaje de negocios. Recordé que las
córneas de Thomas fueron a una sección de la Facultad de Medicina de Harvard,
el Instituto Schepens para Investigación Ocular. Busqué y resultó que quedaba a
unos pocos kilómetros de mi hotel. Me dieron ganas de ir al laboratorio e
indagar más sobre el uso dado a los órganos de Thomas. Había hecho un donativo,
no la mera entrega de un cheque o un montón de ropa. Había donado a mi hijo.
Sin
embargo, a fin de hacerlo, tuve que renunciar a todo derecho sobre futura
información al respecto.
Así
que comprendería si no me recibían. Sin embargo, sentía en mi corazón el deseo
de visitar las instalaciones, que deberían permitírmelo y que si daba con la
persona adecuada, tal vez incluso ellos me invitarían.
No
obstante, el rechazo era una posibilidad. ¿Estaba emocionalmente preparada para
ello? ¿Qué efecto tendría en mi luto?
Decidí
llamar. Le expliqué a la recepcionista —Hace un par de años les doné los ojos
de mi hijo. Estaré en la ciudad dos días por motivos laborales. ¿Hay alguna
posibilidad de que pueda hacer un recorrido de 10 minutos? Se hizo una pausa.
Por
suerte para mí, la recepcionista resultó ser muy empática. No se rio ni dijo
que mi petición era extraña, pese a que lo era. —Nunca me habían pedido algo
así. No sé a quién pasarle la llamada, pero no cuelgue. Voy a encontrar a
alguien que pueda ayudarle. No me cuelgue, por favor —contestó ella.
Nos
enteramos de que, al ser muy pequeño por ser recién nacido, no calificaría para
trasplantes, en cambio, sería un gran candidato para investigaciones. Cedimos
su hígado, la sangre del cordón umbilical, sus retinas y sus córneas.
Tenía
la inquietud de saber si estas donaciones habían resultado útiles. Poco
después, me encontraba en Boston por un viaje de negocios. Recordé que las
córneas de Thomas fueron a una sección de la Facultad de Medicina de Harvard,
el Instituto Schepens para Investigación Ocular. Busqué y resultó que quedaba a
unos pocos kilómetros de mi hotel. Me dieron ganas de ir al laboratorio e
indagar más sobre el uso dado a los órganos de Thomas. Había hecho un donativo,
no la mera entrega de un cheque o un montón de ropa. Había donado a mi hijo.
Sin
embargo, a fin de hacerlo, tuve que renunciar a todo derecho sobre futura
información al respecto.
Así
que comprendería si no me recibían. Sin embargo, sentía en mi corazón el deseo
de visitar las instalaciones, que deberían permitírmelo y que si daba con la
persona adecuada, tal vez incluso ellos me invitarían.
No
obstante, el rechazo era una posibilidad. ¿Estaba emocionalmente preparada para
ello? ¿Qué efecto tendría en mi luto?
Decidí
llamar. Le expliqué a la recepcionista —Hace un par de años les doné los ojos
de mi hijo. Estaré en la ciudad dos días por motivos laborales. ¿Hay alguna
posibilidad de que pueda hacer un recorrido de 10 minutos? Se hizo una pausa.
Por
suerte para mí, la recepcionista resultó ser muy empática. No se rio ni dijo
que mi petición era extraña, pese a que lo era. —Nunca me habían pedido algo
así. No sé a quién pasarle la llamada, pero no cuelgue. Voy a encontrar a
alguien que pueda ayudarle. No me cuelgue, por favor —contestó ella.
“Quedé maravillada cuando los científicos me dijeron
lo que lograron con cada donación”.
¡Mi
retoño logró entrar a Harvard y ahora soy una mamá de la Ivy League (conjunto
de nueve prestigiosas universidades estadounidenses)!
Pero
ya me había picado el bichito y pensé que tal vez también podría visitar a los
otros tres destinatarios. Hice algunas llamadas y concerté dos citas en Durham,
Carolina del Norte. Esta vez llevé a mi esposo y a nuestro hijo. La siguiente
parada fue el Centro de Genética Humana de la Universidad Duke, que recibió la
sangre del cordón umbilical. Conocimos a su director, que además había
trabajado en el Proyecto Genoma Humano. Explicó que poder analizar la sangre de
cada uno de los cordones umbilicales de los gemelos había sido muy valioso para
ellos. Estaban estudiando un campo conocido como epigenética, que significa “a
continuación del génesis”. Los cambios epigenéticos ayudan a establecer si los
genes están activos o inactivos, y es una de las razones por las que los
gemelos pueden ser diferentes. La sangre de los cordones umbilicales de
nuestros hijos ayudó a los científicos a establecer un referente para saber más
sobre cómo se desarrolla la anencefalia.
Luego
caminamos por la calle a Cytonet, a donde llegó el hígado de Thomas. Conocimos al
presidente, a ocho funcionarios e incluso a la mujer que había sostenido el
órgano. Detallaron que este formó parte de un estudio con seis muestras con
objeto de establecer la temperatura de congelamiento ideal para las células
hepáticas infantiles utilizadas en una terapia que salvaba vidas. También
dijeron que éramos la única familia donadora que los había visitado.
Años
después solicité la última cita en Filadelfia. Ross, Callum y yo fuimos a la
Universidad de Pennsylvania. Allí conocimos a la científica que recibió las
retinas de Thomas. Estaba estudiando el retinoblastoma, un cáncer de retina
mortal en potencia. Nos contó que tuvo que esperar seis años por una muestra
como la de Thomas. Había sido tan valiosa para ella que aún conservaba una
parte y, un lustro después, todavía tenía una porción en el congelador. ¿Nos
gustaría verla? Por supuesto que sí.
Le
dio a Callum una camiseta de la universidad y le ofreció una pasantía.
Cuando
hicimos estas donaciones pensé, desde una perspectiva abstracta y en términos
genérales, que estábamos haciendo lo correcto. No obstante, me sorprendió y me
maravilló conocer a los científicos y saber directamente de ellos lo que
lograron con cada donativo en concreto. Mi sentimiento de dolor empezó a
transformarse en orgullo. Sentía que Thomas nos presentaba a sus colegas y
compañeros de trabajo. Me estaba poniendo en contacto con gente que jamás en la
vida habría conocido.
El
zumbido que me aquejaba desapareció.
Hace
poco, Ross, Callum y yo fuimos a Filadelfia a aceptar un premio por promover y
apoyar la investigación nacional de enfermedades concedido por la Red Nacional
de Investigación de Enfermedades. Subimos al escenario y Callum recibió el
galardón. ¡Estaba tan orgulloso! Aproveché la oportunidad para hacerle una pregunta:
—¿Sabes por qué estamos recibiendo este premio? —Por ayudar a la gente
—contestó.
Sé
que a medida que crezca habrá más cuestionamientos, y no serán fáciles. Por mi
parte, tendré que enseñarle que hay situaciones en la vida en las que si bien
existen incógnitas importantes, puede que nunca obtengas una respuesta. Pero
vale la pena hacer las preguntas, pues, de lo contrario, nunca lo sabrás.