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«Era ciega y ahora puedo ver»

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A los 53 años me enteré de una operación que prometía ayudarme a recuperar la vista, aunque la intervención tenía sus riesgos.

Cuando tenía ocho meses y comencé a gatear, chocaba con los objetos a mi paso. Era 1962; vivíamos en Karachi, Pakistán. Mis padres me llevaron a mi primera consulta oftalmológica a los dos años. El médico dijo que el problema podía deberse a una lesión en el nervio óptico sufrida al nacer, y que probablemente mi visión mejoraría en los años siguientes ya que este se reparaba por sus propios medios.

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Pese a mis problemas de la vista, tuve una infancia feliz. Mi padre, Essa, dirigía un exitoso negocio de exportación. Mi madre, Fatma, se quedaba en casa conmigo y mis hermanos mayores, Jalaludin y Hussein Ali. Vivíamos en un departamento de tres habitaciones, en un barrio de clase media.

Conforme crecí, mi visión se deterioró en más del 90 por ciento. Todo era borroso, pero veía formas y podía distinguir lo claro y lo oscuro. En el Pakistán de 1960, no había muchas escuelas especializadas. Nadie llevaba bastón blanco ni perro lazarillo. Podía memorizar la disposición de una habitación y detectar cuando algo estaba cerca, evaluando su volumen y la dirección en la que rebotaba el sonido. Era mi versión de la ecolocalización.

Cuando llegó la hora de inscribirme en el jardín de infantes, mi padre tenía miedo de que los niños se burlaran de mí, de que me lastimaran o de que no pudiera mantener el ritmo; entonces decidieron que recibiría educación en casa.

El médico alentó a mis padres para que me llevaran a la escuela. Cuando cumplí ocho años, accedieron. Ese mismo septiembre, comencé el segundo grado en una academia para niñas, cerca de casa. Aunque mis papás informaron a las profesoras de mi problema, mis ojos se veían normales y nadie creía que fuera ciega. Una día nublado y lluvioso no había suficiente luz, por lo que no pude responder un examen. El docente me acusó de mentir y me pegó en el antebrazo con una regla de madera.

Para mi cumpleaños 20, la realidad apremiaba. En la tradición musulmana pakistaní, los padres arreglan los matrimonios; están decididos a encontrar mujeres ideales para sus hijos: hermosas, educadas, dedicadas a la familia. La ceguera no tiene cabida.

No tenía mucha educación ni proyecto de carrera ni esposo; cuando mis padres murieran, estaría perdida. Mis  hermanos habían ido a Canadá para estudiar, se casaron y comenzaron nuevas vidas. Mi padre decidió que debíamos emigrar también.

Llegamos a Toronto en junio de 1983, tenía 22 años. Me quedé con Hussein Ali, su esposa y su hija de 17 meses; mis padres vivían con Jalaludin. Al principio veía muchas telenovelas, esperando aprender algo de inglés.

A los ocho meses, visité a un oftalmólogo que me refirió a un especialista en retina del Hospital Infantil. Me enteré de que había nacido con una afección ocular degenerativa llamada retinitis pigmentaria que causa pérdida de visión lenta y progresiva. La retina está compuesta por millones de receptores llamados bastones (que reciben la luz) y conos (que incorporan el color). La afección merma dichas células hasta que desaparecen.

Entonces el médico confirmó mis temores: “Lamentablemente, no hay cura. Tu visión se deteriorará hasta que quedes completamente ciega”.

Mi mundo se derrumbó. Pensé que en Canadá podría ir a la universidad. Quería viajar. Quería una vida independiente. Todas las noches lloraba en mi habitación cuando todos ya se habían acostado. ¿Cómo sería mi vida?

En la siguiente consulta consulta, en 1985, el médico me remitió al Instituto Nacional Canadiense de los Ciegos (CNIB). Me enseñaron a usar un bastón plegable para andar. El personal, en su mayoría personas invidentes, me ayudó a darme cuenta de que poco a poco podía ser alguien independiente. Me inscribí en distintos cursos a través del centro de carreras de la organización.

En 1991, recibí una llamada de un amigo del CNIB, me dijo que una fundación local estaba buscando recepcionista. Cuando conseguí el puesto, mis padres quedaron totalmente sorprendidos, sobre todo papá: había dejado todo atrás en Pakistán con la esperanza de que algún día yo pudiera tener una vida propia.

Aunque estaba nerviosa, en mi nuevo empleo todo resultó mejor de lo que esperaba. Organicé la sala de fotocopias para poder saber dónde estaba cada tipo y color de papel. Memoricé las extensiones y aprendí a identificar a los ejecutivos por su voz. Meses después de haber comenzado a trabajar, mis padres y yo nos mudamos a un nuevo departamento.

Seis años después, en 1997, sucedió una tragedia. Una semana antes de Navidad, mi padre sintió un dolor en el pecho. Minutos después no podía moverse: fue un infarto al miocardio. Murió ese mismo día, a los 71 años.

Regresé al trabajo tras un mes de luto y dolor; mi madre jamás se recuperó. Nueve meses más tarde, en septiembre, también sufrió un infarto y murió a la semana. Perder a ambos en un año fue devastador. Eso no fue lo peor: mi visión se deterioraba y en nueve meses la perdí por completo. Ni siquiera notaba los cambios de luz. Tenía 35 años, era ciega y huérfana.

Decidí ponerme en marcha para superar la depresión. Había estado quedándome con Hussein Ali desde la muerte de mi madre. Un amigo me sugirió intentar vivir sola y lo consideré. En la primavera de 1998, medio año después de mudarme con mi hermano, regresé a mi departamento.

Tuve que aprender a hacer todo sin ayuda de mis padres. Abrí mi primera cuenta de banco. Aprendí a usar los lavarropas y las secadoras automáticas que funcionaban con monedas.

Esas primeras semanas en casa fueron extrañas. El lugar se sentía tan vacío sin los sonidos familiares de mis padres. Nunca antes había estado sola. Coloqué etiquetas adhesivas con relieve en el horno de microondas para saber qué botones oprimir. Aceptar la ceguera fue liberador para mí. Al fin era independiente.

En noviembre de 2014, escuché una entrevista de radio a Robert Devenyi, jefe de oftalmología de la University Health Network, de Toronto. Hablaba de un sistema de prótesis de retina llamado Argus II Retinal Prosthesis System. El implante, conocido como ojo biónico, podía ayudar a recuperar la visión a los ciegos. En ese momento, solo unos pocos se habían sometido a la operación. Devenyi había traído el procedimiento a Toronto. Llamé a su consultorio y pedí el primer turno disponible: en enero de 2015.

El dispositivo Argus funciona así: durante la cirugía se coloca un implante con 60 electrodos, que reemplazan a los foto-receptores dañados, en la retina del paciente junto con un chip receptor, similar a la batería de un reloj. Tras la convalecencia, el paciente debe usar unos lentes equipados con una cámara. Una unidad colocada en la cintura procesa el material y lo envía de manera inalámbrica al implante. El receptor transmite una señal eléctrica al cerebro, lo que genera una imagen.

Me sometí a algunos estudios para confirmar que carecía de visión funcional. En este caso, mi defecto fue una virtud. Los resultados mostraron que era candidata ideal para el Argus II. Devenyi me explicó los riesgos: mis ojos podían sangrar o infectarse; quizá mi organismo rechazaría el implante. Y, en el peor de los casos, podía sufrir desprendimiento de retina. No me importaba: tenía 53 años y estaba ciega. No tenía nada que perder.

El 30 de marzo de de 2015, a las 7 a. m., entré al Toronto Western Hospital para la cirugía. Duró cuatro horas y cuando desperté había un parche en mi ojo izquierdo. Teníamos que esperar a que sanara la herida antes de activar el dispositivo Argus.

El momento llegó tres semanas después. Estaba aterrada. ¿Y si no funcionaba? Me puse los lentes. El técnico aumentó gradualmente el impulso eléctrico. Y entonces sucedió: por primera vez en 15 años vi la luz, un brillo suave y radiante. Me puse a llorar. Pude distinguir a Devenyi, a los técnicos, a las enfermeras, a mis amigos. Si bien eran solo formas oscuras, sin detalles ni definición, podía percibir personas moviéndose a mi alrededor. Nada estaba a color, todo en blanco y negro. ¡Pero podía ver!

Cuanto más uso el dispositivo, mi cerebro interpreta mejor la información que envía. Veo algo nuevo a diario; mi visión ha mejorado y exploro el mundo más de que solía hacerlo. La primera semana estaba caminando por la calle y vi algo que parecía una torre negra y borrosa en la calle. Era un semáforo. Luego divisé el botón que se toca para cambiar las luces. No tenía idea de qué era; mi amigo tuvo que explicarme. Una noche despejada incluso alcancé a ver la luna.

Nunca veré perfectamente. Los objetos siempre están a unos centímetros de distancia de donde mis ojos indican. Tengo que tomar mi celular, alcanzar la comida en un restaurante o buscar el picaporte de la puerta a tientas. Tendré que usar el bastón por el resto de mi vida, pero ya ha pasado más de un año desde la operación y he recuperado más visión de lo que jamás pensé fuera posible.

Escribo esto a mis 54 años. Todos me han dicho siempre que vivimos en un mundo maravilloso. Es una alegría inmensa poder verlo, al fin, con mis propios ojos.

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