Danny 0’Reilly perdió la vida en manos de un conductor ebrio. Su viuda, Patty, tuvo que recorrer un largo camino para dejar atrás el duelo y la rabia. Perdonando logró salvar su propia vida y la del homicida.
El día que Patty O’Reilly conoció al hombre que le quitó la vida a su esposo, Danny, llevaba colgando en el cuello el anillo de bodas de él y un crucifijo en una cadena de oro, y apretaba contra su pecho un álbum de fotos familiares mientras los guardias de la Prisión Estatal de California en Sacramento la llevaban a una pequeña sala de reuniones sin ventanas. Se sentó ante una mesa de madera y se puso a hojear el álbum; se le hacía un nudo en la garganta cada vez que recordaba el instante de una foto: Danny bailando, Danny en la boda, Danny jugando con sus hijas…
Cuando Dave Mancini* entró arrastrando los pies, acompañado por un funcionario del penal, a Patty le sorprendió su aspecto frágil. El uniforme azul era holgado para su cuerpo enflaquecido, y un bigote gris acentuaba el rostro demacrado. Se mostraba tan ansioso como ella… y mucho menos fuerte de lo que le había parecido hacía dos años, desde el otro lado de la sala del tribunal.
Encorvado e inquieto, ocupó el asiento de enfrente. El mediador que había propuesto la reunión presidió una meditación en silencio. Luego Patty y Dave se contaron uno al otro lo que los había unido: el peor día de sus vidas.
El 19 de abril de 2004 Danny se levantó a las 6 de la mañana a preparar una jarra de café. Como siempre, Patty y él se llevaron sus tazas al sofá y se leyeron uno al otro un pasaje de una escritora de temas espirituales: era un rito privado de comunión para estos católicos fervientes. Luego Patty les preparó el desayuno a sus hijas, Erin, de 12 años, y Siobhan, de siete, mientras Danny cortaba unas rosas del jardín para enviarlas a la escuela con Erin.
Danny era ex bailarín de ballet y trabajaba como analista de marketing para una empresa vinícola del condado de Sonoma. Patty y él se habían conocido a los veintitantos años en clases de ballet, y seguían siendo apasionados de los jetés y pliés. A sus 43 años, Danny estaba más delgado y atlético que nunca. Patty, a los 39, dirigía su propia academia de ballet.
Como el auto de Patty estaba en el taller, Danny le dejó el suyo y se fue en bicicleta al trabajo. Ella hizo algunos mandados mientras las niñas estaban en clases; luego las buscó y las llevó a la academia, donde hicieron la tarea escolar mientras ella ensayaba con sus alumnos un espectáculo que estrenarían pronto. Volvieron a casa hacia las 9.30 de la noche; entraron por la puerta trasera y las niñas se fueron derecho a la cama, pero no había ni rastro de Danny.
El perro ladró para que lo dejaran salir, y cuando Patty abrió la puerta principal, una tarjeta con el teléfono del alguacil cayó al suelo. Patty marcó el número y le dijo a la operadora que esperaría en el garaje. Si era una mala noticia, no quería que las niñas la oyeran llorar. Diez minutos después llegó el alguacil. La noticia era muy mala.
El peor día de su vida, Dave se despertó con un palpitante dolor de cabeza por la resaca de la enésima salida. Tras engullir un par de pastillas analgésicas y fumar un cigarrillo de marihuana, llamó a su novia, Alyce Malone,* para que lo llevara en auto al médico por otra receta de analgésico. Dave, de 46 años, se había hecho adicto a los potentes analgésicos opiáceos a raíz de una fractura de la columna vertebral hacía algunos años.
—Mi vida es un desastre —le dijo a su novia—. Si no consigo esas píldoras, me pondré como loco.
Pero Alyce no quiso llevarlo.
—Te merecés que te arresten por manejar ebrio —replicó.
Furioso, Dave subió a su camioneta y fue a ver al médico, quien con solo mirarlo —demacrado, sin afeitar, diciendo incoherencias— lo remitió al programa de limpieza de drogas de un hospital cercano.
De camino allí Dave compró dos litros de cerveza y se los tomó en el estacionamiento del hospital. Después de esperar una hora a que lo llamaran, se impacientó y fue en la camioneta a un barrio donde sabía que podía comprar heroína. Nunca la había consumido, pero se sentía desesperado. Como no encontró al traficante que buscaba, pasó por una licorería, se bebió dos latas de cerveza y se quedó dormido en la camioneta. Cuando despertó, llamó a Alyce, pero ella volvió a negarse a buscarlo. Dave enfiló de regreso al hospital.
Mientras circulaba haciendo eses por Santa Rosa, chocó contra la parte trasera de un auto. Por miedo a que le sacaran la licencia de conducir, huyó de allí. Al virar bruscamente en una curva vio a un hombre en bicicleta. Recordó de pronto al ex novio de Alyce, un ciclista entusiasta, y tuvo un ataque de celos. Cuando por fin frenó, ya era tarde.
Danny O’Reilly recibió tal golpe, que salió disparado al otro lado de la barrera de protección. Cuando llegó un patrullero, Dave bajó de la camioneta tambaleándose, insultó al agente y se llevó la mano a la cintura para hacerle creer que llevaba un arma. Esperaba que el policía le disparase, pero éste lo roció de aerosol irritante, lo esposó y lo llevó a la cárcel.
Al pasar las semanas tras la muerte de Danny, el duelo de Patty fue cediendo hasta no dejarle más que amargura. Una noche, cuando las niñas debían estar en la ducha, Patty oyó unas risitas en vez del agua corriente.
—¿Qué rayos están haciendo? —les gritó, y en seguida se avergonzó. Comprendió que su odio por Dave estaba lastimando a su familia.
Poco después, el tribunal le envió documentos con los antecedentes de Dave. Así se enteró de que lo habían criado en la fe católica y que, cuando era chico, su padre había abusado sexualmente de él. Al leer esto Patty tuvo una sensación de empatía. Cuatro meses después Dave se declaró culpable de homicidio involuntario con un vehículo, huir del lugar de un accidente y manejar ebrio. En la audiencia en que le dictaron sentencia, pidió perdón con lágrimas en los ojos.
—Rezo porque un día alguno de ustedes encuentre un rayo de indulgencia —dijo.
Patty se levantó y habló del daño que Dave les había causado:
—Tuve que decirles a mis hijas que su padre ya nunca volvería a casa. Perdí a mi mejor amigo… a mi compañero.—Hizo una pausa y agregó—: Y sí, soy capaz de perdonar.
No pudo decir más. Le pidió al juez que se imputara a Dave toda la responsabilidad del delito, y él recibió una condena de 14 años de cárcel.
Cuando Patty supo que Dave estaba recluido en la Prisión Estatal de San Quintín, pensó que todo había terminado, pero un día su hija Siobhan —una niña reflexiva que cursaba el segundo grado— le preguntó si podía visitar a Dave en la cárcel. Patty le dijo que no. Una o dos semanas después Siobhan insistió. Patty le escudriñó los ojos castaños. Danny y ella les habían inculcado a sus hijas que debían perdonar a quienquiera que se disculpara sinceramente. Para Patty, la petición de Siobhan era una señal de que ella misma aún no perdonaba de corazón a su ofensor.
—Creo que podemos intentarlo —le dijo a Siobhan.
—¡Qué bien! —contestó la niña—. Le hice una tarjeta. Adornada con estrellas, una estampa de un oso panda y un dibujo de una cara afligida, la tarjeta decía: “Me llamo
Siobhan. Tengo ocho años. Quizá no lo creas, ¡pero no estoy enojada contigo! Solo estoy muy triste”.
“Quería verlo, y también que él me viera”, dice Siobhan ahora. “Quería decirle en persona: ‘Estoy triste, pero bien, y te perdono’. No era un pensamiento consciente; solo me parecía que era lo normal”.
A Patty la conmovió la generosidad de su hija menor, pero quería reunirse sola con Dave antes de decidir si debía llevar a la niña o no. Al indagar las opciones de visita, leyó sobre Rochelle Edwards, mediadora de la institución benéfica Insight Prison Project, quien había iniciado un programa de “justicia reparadora” para promover diálogos estructurados entre reos y víctimas. Se ha demostrado que esta comunicación cara a cara, cada vez más influyente en el sistema penal estadounidense, ayuda a reparar el daño causado por la delincuencia. Patty llamó a Edwards.
—No es un proceso fácil —le dijo ella—, pero puede ser una experiencia sanadora para los participantes.
Explicó que ambas partes dedicarían al menos seis meses a prepararse para la reunión. Propuso que, a modo de práctica, Patty se ofreciera como víctima sustituta en sesiones grupales con presos de San Quintín. Aunque Siobhan era demasiado joven para participar (la edad mínima es de 18 años), Patty aprovechó la oportunidad. Esperaba encontrar un perdón más profundo, que no se sintiera como una rendición.
Patty y Dave se reunieron el 28 de septiembre de 2006, en la cárcel de las afueras de Sacramento adonde hacía poco habían trasladado a Dave. Antes de intercambiar sus relatos, Patty deslizó por la mesa la desgastada tarjeta de su hija y una nueva, que decía: “Solo quiero asegurarme de que sepas que te perdono. Todavía extraño a mi papá; creo que así será toda la vida. Espero que te sientas bien”. Dave hizo un gesto de dolor.
—Qué capacidad de recuperación de una niña —dijo con voz quebrada—. Me parece increíble.
Patty le habló de Danny: un esposo y padre cariñoso, cocinero hábil y aficionado al ciclismo. Enumeró los acontecimientos familiares que Danny se había perdido en los dos años transcurridos desde su muerte, y los que jamás podría presenciar: graduaciones, bodas, nacimientos de nietos. Y relató llorando el último día de Danny y los días que le habían seguido. Refirió los detalles de su lucha diaria para criar a sus hijas y cómo todavía casi se desmoronaba cada vez que veía pasar un ciclista. Le dijo a Dave cuánto lo había odiado, y luego confesó que había renunciado a su rabia.
—Que te perdone no significa que te libere —añadió—. Quiero que reflexiones sobre lo que hiciste, que te enfrentes con el dolor y dejes que te transforme.
Entonces Dave habló del abuso de su padre, de cómo le había dado su primera copa a los siete años y cómo le pareció que el whisky lo transportaba a un mundo mejor. Contó cómo iniciaba negocios y los perdía, encontró el amor y lo despreció, probó la limpieza una y otra vez y logró mantenerse sobrio durante 14 años… hasta que, en 1996, parte de un escenario que estaba instalando le cayó encima y le rompió la espalda. Se hizo dependiente de los analgésicos y recayó en el alcoholismo.
—El rencor que le tenía a mi padre fue la raíz de todo —señaló—, aunque no es ninguna justificación para lo que hice.
Patty le mostró el álbum: una imagen tras otra de Danny alegrándose con el amor de su familia.
—Qué vida tan maravillosa —dijo Dave—. Lo lamento mucho.
Conforme a las normas de la justicia reparadora, Patty le pidió a Dave que hiciera promesas concretas: no faltar a las sesiones de Alcohólicos Anónimos (AA), seguir en psicoterapia y contar su historia a otros como advertencia. Le pidió que le escribiera cada tres meses para saber de sus progresos. Él se comprometió a todo. Al cabo de cuatro horas Patty salió del penal. Por primera vez desde que supo que su esposo había muerto, se sentía libre.
En marzo de 2015, Siobhan cumplió 18 años: por fin tenía la edad requerida para conocer en persona a Dave, a quien habían trasladado a una cárcel en San Luis Obispo, y en mayo le concederían la libertad condicional. Cinco días antes de su liberación, Patty llevó a Siobhan a visitarlo. Rompió en llanto en el auto cuando su hija, que seguía pareciéndole muy joven y vulnerable, se internó sola en el penal.
Siobhan se reunió con Rochelle Edwards en una sala de reuniones con ventanas enrejadas. Cuando Dave entró, la joven se sintió aliviada al ver que parecía estar en forma y tranquilo; ya no era el espantajo demacrado que su madre le había descrito. Él le tendió la mano y ella se la estrechó. Siobhan leyó en voz alta unas líneas de El profeta, de Gibrán Jalil: “¿Cómo voy a irme en paz y sin pena? ¿Quién puede despedirse, sin pesar, de su soledad y su dolor?”
Dave le repitió su historia hasta el día que los había cambiado a todos, y luego le contó su vida desde entonces. Le dijo que cuando conoció a Patty se propuso mantenerse sobrio y rehacer su vida. Padeció depresión y trastornos de salud, y de vez en cuando consumió marihuana o píldoras introducidas de contrabando en el penal. Al final le diagnosticaron trastorno bipolar y le prescribieron estabilizadores del estado de ánimo. Le aseguró a Siobhan que no había tomado una gota de alcohol desde el accidente, ni drogas ilegales desde hacía cinco años. Se sometió a una psicoterapia intensiva, asistía diariamente a las sesiones de AA y apadrinaba en el programa a otros 20 internos.
—El perdón de tu familia me salvó la vida —terminó—. Ahora yo intento hacer lo mismo por otras personas.
Siobhan le habló de sus depresiones y su dificultad para concentrarse en los estudios. Ahora se sentía muy bien, lista para concluir el secundario e ir a la universidad. Le pidió a Dave que hiciera una lista de cinco personas, por lo menos, con las que pudiera contar al salir de la cárcel. Él prometió hacerla. La reunión duró una hora y media, y Siobhan salió sonriendo.
Patty visitó a Dave esa tarde. Le leyó el pasaje que Danny y ella habían compartido el último día de la vida de él, de la mística medieval Hildegarda de Bingen: “Vi a una mujer postrada en tierra por el embate de la tempestad, y la vi recobrar sus fuerzas, erguirse y aguantar los vientos con gran coraje”.
—Estas palabras me han consolado siempre —dijo, dándole el libro—. Espero que a ti te sirvan igual.
Dave fue puesto en libertad el viernes siguiente. Ahora vive en una casa de reinserción social; es consejero voluntario de víctimas de violación y violencia familiar, y está en busca de un empleo remunerado que aproveche su experiencia duramente ganada. “Recibí un regalo excepcional —dice—. Quiero corresponder haciendo algo extraordinario”.
Patty, que sigue trabajando con presos, aprecia los dones que ha descubierto en su largo viaje de perdón. “Han aflorado mis mejores cualidades, como la paciencia y la gratitud”, dice. “Me siento menos una víctima y más un ser actuante, una persona que cambia la realidad que la rodea”. Quizá lo más importante, siente que se ha hecho justicia. Ayudar al homicida de su esposo a transformarse— explica—, fue mi compensación. Gané una vida a cambio de otra”.
Nota: algunos nombres fueron cambiados.