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El hogar es sentirse amado

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Después de darlo todo para cuidar a una mujer con cáncer terminal, esta enfermera y su marido sintieron la señal de que ahora además debían hacerse cargo de su hijo.

Como enfermera del centro oncológico donde trabajo desde hace siete años, soy capaz de hacer casi lo que sea con tal de que un paciente se sienta mejor. Soy rápida para llevar mantas y jugo a los enfermos, y con mucho amor les estrecho la mano y me uno a sus oraciones. Pero cuando conocí a Patricia McNulty, en el Centro Oncológico MetroWest, en Framingham, Massachusetts, en 2011, ella no quería mi ayuda. Patty era una delgada madre soltera de 44 años que estaba recibiendo dosis altas de quimioterapia para combatir un cáncer de cabeza y cuello muy agresivo. A diferencia de muchos de los otros pacientes, recibía sola el tratamiento, pero por más que yo lo intentaba, no lograba hacer que se abriera. Ella se encerraba leyendo un libro o se tapaba la cabeza con una manta para no conversar

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Al final descubrí un método eficaz para hacer sonreír a Patty: mencionar a su hijo Stephen, de nueve años. Ella me hablaba de lo bien que le iba al niño en la escuela, de cómo lo habían elegido para leer en una librería un poema que escribió. Patty insistió en tomar en dos días la quimioterapia programada para un solo día a fin de tener fuerzas para recibir a su hijo cuando volviera a casa de la escuela. De hecho, Stephen era el motivo por el que estaba sometiéndose a un tratamiento tan agresivo: quería desesperadamente vivir para él. 

En la vida de Patty todo parecía una batalla. Su familia y ella vivían de la beneficencia, en un departamento subsidiado en un barrio pobre. Su novio, el padre de Stephen, recientemente había sido atropellado por un auto, y la lesión cerebral que le produjo el violento impacto lo dejó inválido. Sin embargo, Patty nunca se quejó; simplemente, siguió adelante. Creo que hizo eso toda su vida. 

En agosto de 2012, luego de 18 meses de tratamiento, Patty recibió la noticia de que el cáncer se le había extendido y que no le quedaba mucha vida. ¿Qué va a pasar con Stephen?, fue lo primero que pensé. El padre de los dos hijos mayores de Patty no podía hacerse cargo de Stephen, ni tampoco ninguno de los cinco hermanos de ella. Yo sabía que Patty quería mantener a su hijo fuera del sistema de padres de crianza, pero la inminencia de la muerte le resultó tan insoportable, que se negó a hablar de eso. Simplemente, no podía. 

Como su cáncer era terminal, Patty se convirtió en paciente de nuestro programa de cuidados paliativos. Mi esposo, Michael, que trabaja como capellán del hospital, pronto supo de la situación de Patty y su hijo. Durante sus reuniones, las enfermeras de cuidados paliativos hablaban de lo brillante y singular que era Stephen, pero ninguna sabía cómo resolver la cuestión de qué iba a pasar con él cuando su madre muriera. 

Aunque yo no conocía tan bien a Patty, su situación me conmovió; me imaginaba lo triste y asustada que se sentía. Algo en mi interior me decía que Michael y yo podríamos criar al niño. ¿Podía haber una idea más loca? Nunca habíamos criado un hijo ajeno ni hablado de adopción. Para entonces ya habíamos sacado adelante a nuestras dos hijas, Kelsey, de 21 años, y Morgan, de 19, que estudiaban la universidad, y dentro de tres años Casey, nuestro hijo de 15, terminaría la secundaria y también se iría a otra ciudad a cursar una licenciatura. 

Michael, que a sus 63 años es una década mayor que yo, ya había empezado a arreglar nuestra casa de cuatro dormitorios con el plan de venderla y mudarnos a una comunidad de adultos activos en unos años más. ¿Cómo entonces pensaba en llevar a vivir con nosotros a un chico de primaria? ¿Y con qué medios le daríamos una educación universitaria? No somos, ni de lejos, una familia rica. 

Una noche de septiembre, de forma repentina, Michael me miró a los ojos y dijo:

—Creo que debemos hacernos cargo de ese niño.

Yo no lo podía creer.

—En eso mismo he estado pensando—repuse.

—Bueno, pues parece una señal, ¿o no? —dijo él, sonriendo. 

Ambos somos profundamente religiosos, y Michael en particular sabe qué se siente cuando Dios le dice a uno que haga algo. Siete años antes había vendido un negocio próspero para hacer estudios religiosos por la misma razón. El mensaje estaba claro. 

Con la venia de nuestros hijos, Michael y yo hablamos con Patty en su casa unos días después. Al final del día lo habíamos acordado: Stephen vendría a vivir con nuestra familia cuando ella se hubiera ido. 

Sabíamos que todo iba a ser muy difícil para el niño. Éramos unos perfectos desconocidos para él, y él para nosotros. Para conocernos mejor, invitamos a Patty y a Stephen a almorzar ese fin de semana. Mientras Patty miraba lo que iba a ser el nuevo hogar de su hijo, Stephen recitó los nombres de todos los presidentes de los Estados Unidos en orden cronológico en un minuto. ¡Vaya, este chico sí que es excepcional!, pensé. 

Eso, me di cuenta, era solo la punta del iceberg. Stephen hablaba de política como un adulto; era un lector y escritor nato, pero también podía ser tan inocente y simple como cualquier otro niño de su edad. No podía creer la fortaleza que mostraba. A pesar de todas las razones por las que había tenido que madurar rápidamente —la enfermedad de su madre, el accidente de su padre y lo pobres que eran—, seguía siendo solo un niño. Casi al instante empezó a abrazarnos a Michael y a mí. Me quedé asombrada por la naturalidad con que encajó en nuestra familia

Cuando la condición de Patty se tornó crítica, mi esposo y yo nos ocupamos de cuidarla; reabastecíamos su heladera con regularidad e hicimos arreglos para que trasladaran una cama del hospital a su departamento. 

Una mañana de octubre, cuando Stephen ya se había ido a la escuela, Patty murió en silencio. Michael y yo fuimos a buscar al niño después de las clases, lo llevamos a un parque y nos sentamos en una banca frente a un estanque. Finalmente, me armé de valor y dije:

—Stephen, sentimos mucho tener que decirte esto, pero tu mamá murió esta mañana. 

El sonido que salió de su boca no se parecía a nada que hubiera yo oído nunca. El niño se quedó sentado gimiendo de dolor. Creo que darle la noticia es lo más difícil que hemos hecho jamás. Era como si todo su mundo se hubiera venido abajo. Al final lo llevamos a vivir a nuestra casa. Durante meses Stephen durmió en el cuarto de Casey para no tener que hacerlo solo. Empezó a ver a un psicoterapeuta, y creamos un espacio de meditación con algunas de las pertenencias de Patty, donde el niño podía sentirse cerca de ella. 

Cuando finalmente se instaló en su propia habitación, casi todas las noches se despertaba llorando. Lo único que podíamos hacer era amarlo y cobijarlo con la manta de nuestra ajetreada vida familiar. 

Stephen se unió a un equipo de básquet. Se iba a jugar con los hijos de mi compañera de trabajo Beth a su casa, y juntos inventaban y escenificaban obras de teatro. Algunos fines de semana hacíamos viajes por ruta a los estados vecinos, a sitios que él jamás había visto porque su familia no tenía auto. 

La víspera de una Navidad supe que Stephen no conocía a Santa Claus, así que llamé a un centro comercial para contratar a un Papá Noel de carne y hueso; le conté al hombre un poco de nuestra historia, y luego mis hijas y yo llevamos a Stephen al centro comercial. Ver a Santa Claus abrazar con ternura al niño y hacerlo recordar con cariño a su madre ha sido uno de los momentos más emotivos de mi vida. La expresión de alegría pura en su rostro nos hizo llorar a todos.

Hace poco a Stephen le pidieron en una clase escribir un poema que comenzara con estas palabras: “El hogar es…” Parecía una tarea triste porque casi todos los otros chicos escribieron poemas que empezaban así: “El hogar es mi mamá haciendo…” Pero él terminó escribiendo esto: El hogar es Karen escuchando sus videos de meditación e inspiración. El hogar son los deliciosos macarrones con queso de Mike. El hogar es sentirse amado, cuidado y protegido. 

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