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El terror encadenado al cuello

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Una joven se encuentra estudiando sola en la mansión de su familia. Un ruido se oye y un hombre aparece en su cuarto. Un dispositivo con explosivos se coloca en su cuello. Clic. Se cierra el collar y comienza el terror.

Sentada en su habitación en la espaciosa casa de sus padres en Sidney, Australia, Maddie Pulver contemplaba la misión que la esperaba: estudiar. Era el 3 de agosto de 2011 y tenía exámenes pronto. Igual que sus compañeros de clase, estaba empezando a abrir los libros. 

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Eran las 14.30 horas de un miércoles y esta adolescente de 18 años estaba sola en casa. Su madre había salido de compras, y su padre, director de una multinacional de software, estaba trabajando; sus dos hermanos pequeños aún estaban en el colegio y su hermano mayor, de vacaciones. Desde su escritorio, Maddie podía contemplar la bahía de Sidney, pero tenía que concentrarse en estudiar. 

De pronto, escuchó un ruido detrás de ella. Se dio vuelta y vio a un hombre en la puerta de su habitación con un pasamontañas con los colores del arco iris. Llevaba un bate de béisbol de aluminio y tenía una pequeña mochila negra. El intruso había entrado en la multimillonaria mansión por la puerta principal, sin llave.

No voy a hacerte daño”, dijo.

Maddie saltó de la silla y retrocedió hacia su cama. “¿Qué es lo que quiere?”, exclamó la joven. Mientras colocaba el bate de béisbol y la mochila sobre la cama, el hombre simplemente le dijo: “Nadie tiene que salir herido”. 

Abrió la mochila y extrajo una caja metálica negra del tamaño de una computadora portátil. La colocó sobre la garganta de Maddie y la sujetó alrededor de su cuello con un candado de bicicleta. Luego pasó un trozo de cuerda violeta por encima de su cabeza. De la cuerda colgaba una memoria USB y una funda plástica con un documento en su interior. En la caja que tenía alrededor del cuello, había una etiqueta con una dirección de correo electrónico impresa, dirkstruan1840@gmail.com.

Antes de irse, el hombre le dijo a Maddie: “Contá hasta 200. Volveré. Si te movés, te veré. Vuelvo enseguida”. 

Aterrada, Maddie permaneció inmóvil. Al cabo de un momento, gritó para pedir ayuda. Silencio. Gritó nuevamente. Nada. Con el dispositivo sujeto al cuello, Maddie avanzó lentamente hacia donde estaba su teléfono móvil. Sin atreverse a agitar el aparato, envió un mensaje de texto a su madre y a su padre para que llamaran a la policía. Solo entonces extrajo el documento de la funda de plástico que colgaba de la cuerda. En cuanto vio la palabra explosivos, rompió en llanto. 

La pequeña caja con combinación que recibió contiene potentes explosivos plásticos de tecnología avanzada”, decía la carta. “La caja es una trampa explosiva. Solo se abre de forma segura si sigue las instrucciones. Si revela estas instrucciones a cualquier organismo federal o estatal, a la policía o al FBI, o a cualquier individuo que no pertenezca a su familia, el explosivo se activará de inmediato y tendrá lugar un episodio similar al ocurrido con Brian Douglas Wells. Recibirá instrucciones de envío detalladas para transferir una suma específica una vez que confirme recepción de este mensaje. Si ejecuta de forma correcta las instrucciones de envío, recibirá de inmediato la combinación que abre la caja sin activar el explosivo y una clave interna para desactivar por completo los mecanismos que contiene en su interior. Confirme recepción de estas instrucciones a: dirkstruan1840@gmail.com”. 

Brian Douglas Wells era un repartidor de pizza que había sido engañado por una banda de delincuentes en 2003 en Pensilvania. Le pusieron un collarín con una bomba de relojería y lo obligaron a robar un banco. Wells hizo lo que le habían ordenado, pero cuando estaba saliendo del banco llegó la policía. La bomba explotó con consecuencias catastróficas. 

Pero Maddie Pulver no tenía ni idea de qué era ese episodio “Brian Douglas Wells”. Tampoco sabía que Dirk Struan, el nombre utilizado para la dirección de correo electrónico, era el protagonista de la novela Tai-Pan, de James Clavell. Struan era “Tai-Pan”—el líder— un adinerado, violento y astuto jefe de una empresa china totalmente decidido a destruir a sus rivales. 

La policía australiana nunca se había enfrentado a un caso de este estilo. Los agentes, que llegaron al lugar antes de las 14.45, cortaron inmediatamente la calle y pusieron barreras para redireccionar el tráfico y contener a los medios y a los vecinos curiosos.

Dentro de la casa, encontraron a Maddie llorando. Para quitar peso de su cuello, sujetaba la caja con las manos. La policía había llevado a sus padres a un puesto de control móvil dispuesto en la calle, y la agente Karen Lowden asumió la tarea de intentar tranquilizar a la aterrorizada adolescente. Le preguntó por los próximos exámenes, sus estudios de arte, sus aficiones… cualquier cosa para mantener su mente lejos del aterrador dilema, mientras los técnicos de la unidad de explosivos intentaban determinar qué tipo de artefacto tenían delante. Los equipos portátiles de rayos X mostraron que la caja estaba llena de componentes mecánicos y eléctricos. Pero no podían garantizar que fueran explosivos. 

Mientras tanto, la policía decidió responder al extorsionador y confeccionó cuidadosamente una breve y simple respuesta que enviaría el padre de Maddie. Cerca de las 18.00 horas se envió el correo electrónico a la dirección adjunta a la caja negra metálica: “Hola, mi nombre es Bill. Soy el padre de la niña a la que le colocó el dispositivo. ¿Qué quiere que haga ahora?”. 

Mientras la policía y la familia de Maddie esperaban una respuesta que nunca llegó, la nota extorsionadora se envió a expertos forenses para que examinaran huellas dactilares, mientras los detectives interrogaban a vecinos y amigos intentando reunir los fragmentos de lo que había sucedido. 

Luego, a las 23.00 horas, hubo una gran noticia. Tras analizar los rayos X y recibir asesoramiento de expertos militares, la unidad de explosivos concluyó que el dispositivo no los contenía y, por lo tanto, no representaba amenaza alguna. El collarín bomba fue extraído del cuello de Maddie. El infierno que se había prolongado durante casi nueve horas había llegado a su fin. ¿Pero dónde estaba el supuesto extorsionador? 

Casi inmediatamente después de haber recibido la nota, la policía se puso en contacto con la oficina central de Google en los Estados Unidos para establecer si alguien había accedido a la cuenta de Gmail. El gigante de internet escaneó los registros de su base de datos e informó a los detectives que la cuenta dirkstruan1840@gmail.com había sido creada el 30 de mayo desde un servidor de internet conectado al Aeropuerto O’Hare de Chicago. 

Aquella misma noche, los datos de Google revelaron que alguien había entrado en la cuenta de correo electrónico tres veces esa tarde: dos desde una computadora de una biblioteca al norte de Sidney y una tercera vez desde una tienda de video cercana.

Como Google informó a los detectives de los momentos precisos en que se había utilizado la cuenta, la policía pudo ver la grabación de seguridad del estacionamiento de la biblioteca y señalar con exactitud la llegada de un posible sospechoso y el automóvil que manejaba, un Range Rover dorado metalizado. Aunque la matrícula era ilegible, los detectives consiguieron una imagen del hombre que había bajado de ese coche y entrado en la biblioteca. 

Maddie le había dicho a la policía que el atacante no era joven. Había notado que tenía vello grisáceo en el pecho cuando se acercó a colocarle el collarín. A través de los agujeros del pasamontañas, había visto algunas arrugas. Se aventuró a decir que tendría entre 55 y 60 años. El hombre que aparecía en el video correspondía con esta descripción y además vestía camisa y pantalón similares a los que recordaba Maddie. 

Luego, a partir de los datos de registros automovilísticos, examinaron sistemáticamente los detalles de cada posible Range Rover con fotos de las licencias de conducir de sus propietarios. A las 48 horas de haber conseguido el informe llegaron a un nombre: Paul Douglas Peters. 

Con ese dato, los detectives pudieron seguir una pista sobre movimientos de dinero que aportó más conexiones al caso que investigaban. Los registros bancarios de Peters mostraban que había hecho compras en una tienda de ropa y deporte semanas antes del ataque a Maddie. Los datos del centro de compras indicaban que había comprado un bate de béisbol y un pasamontañas con los colores del arco iris. 

La policía también descubrió que Peters tenía títulos académicos en economía y derecho; era empresario, padre de tres hijos y se proclamaba a sí mismo escritor. Había planificado la elaborada extorsión paso a paso, como al escribir una novela.

Tenían elementos suficientes para detener a Peters e interrogarlo, excepto por un detalle: ya había abandonado el país. Los registros de seguridad y migraciones mostraron al australiano de 52 años en el Aeropuerto de Sidney rumbo a Los Angeles el 8 de agosto. En los datos de los vuelos podía verse que Peters había tomado luego una conexión a Chicago antes de volar a Louisville, Kentucky. 

Doce días después del ataque a Maddie, el 15 de agosto, un equipo del FBI irrumpió en la casa de la ex mujer de Peters en Kentucky, donde encontraron al hombre que buscaban. Allí, sobre una mesa, había una novela de James Clavell, Tai-Pan. 

El sargento Andrew Marks voló desde Australia a Louisville para interrogar a Peters. En una sala, ya en el cuartel central del FBI, desenmascaró al sospechoso.

Marks: ¿Hay algo que quiera decir acerca de la extorsión, el secuestro y la bomba colocada en el cuello de la joven Madeleine Pulver ocurrido el 3 de agosto?

Peters: No.

Marks: ¿Es responsable de lo sucedido?

Peters: No.

Marks: ¿Sabe algo acerca de una dirección de correo electrónico con este nombre, Dirk Struan?

Peters: Sí.

Marks: ¿Qué puede decirme acerca de eso?

Peters: Yo tenía una… o había configurado una dirección de correo electrónico con… Dirk Struan. 

Marks preguntó después sobre el dispositivo USB que se había sujetado al collarín bomba. A partir de los análisis forenses se habían detectado tres archivos borrados. Uno era un archivo de Word que consistía en una carta de reclamo de pago en los mismos términos que el archivo guardado y la copia en papel dispuesta dentro de la funda de plástico colocada alrededor del cuello de Maddie. El análisis del archivo reveló que había sido creado en una computadora identificada como “Paul P”. Peters no pudo explicar ni por qué, ni cómo el documento estaba en un ordenador con el nombre “Paul P”. Dijo que se trataba de “una terrible, terrible coincidencia”. 

Durante el interrogatorio, Peters mencionó un fondo de James M. Cox, y afirmó que tenía 12 millones de dólares inmovilizados allí. Otro de los tres archivos eliminados en la memoria USB contenía una carta de reclamo de pago dirigida específicamente al administrador del fondo. Esto indicaba que quizás Maddie no era el objetivo planeado del plan de extorsión, que el intruso enmascarado había querido apuntar, en realidad, a algún vecino beneficiario del fondo. Marks le entregó a Peters una copia del documento eliminado.

Marks: ¿Ha visto esa nota antes?

Peters: Sin comentarios. 

Paul Douglas Peters pronto se encontró en un avión de vuelta a Australia para afrontar cargos por violación de domicilio con agravante y secuestro. A pesar de haber negado inicialmente las acusaciones, Peters se declaró culpable del delito aunque nunca explicó por qué el ataque fue dirigido a Maddie. 

Durante la exposición de la condena, el fiscal describió el intento de extorsión como “terrorismo urbano, un acto que estremecería a cualquier padre”. Pero el equipo legal de Peters intentó crear un caso y sugerir que estaba sufriendo un episodio psicótico en el momento en que atacó a Maddie. Insistieron en que Peters estaba obsesionado con una novela que había estado escribiendo y estaba “viviendo” el papel de su protagonista. 

Los forenses estuvieron de acuerdo con que Peters sufría depresión y consumía alcohol en exceso, tras la quiebra de su negocio y posterior divorcio. Uno de ellos alegó, además, que sufría trastorno bipolar. 

Pero el juez no estaba convencido. “El peso de la prueba establece, más allá de toda duda razonable, que el agresor puso en marcha un plan deliberado de extorsión”, sostuvo el juez Peter Zahra. “Resulta humanamente imposible imaginar el terror experimentado por la víctima”. 

Un año después de su detención, Peters fue condenado a 13 años y seis meses de prisión. Al salir del tribunal, Maddie habló con los medios.

Estoy conforme con la resolución y me alegra saber que ahora puedo ver un futuro sin que el nombre de Paul Peters se vincule con el mío”, afirmó Maddie. “Para mí, nunca se trató de la sentencia en sí, sino de que no volviera a cometer ningún delito, y fue reconfortante escuchar al juez reconocer el trauma que este episodio me ha generado a mí y a toda mi familia”. 

Su madre, Belinda, lo resume bien: “Nos hemos dado cuenta de lo que es importante en la vida. Ya no nos preocupamos por trivialidades”. 

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