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Los niños que salvaron

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Gil y Eleanor Kraus eran una pareja acomodada de los Estados Unidos que lo arriesgó todo para rescatar a 50 niños de los nazis.

 

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Unos minutos más tarde Gil entró por la puerta principal del espacioso hogar de la pareja, quitándose el abrigo y dejando su desgastado maletín de cuero. “Hay algo que tengo que hablar contigo”, dijo. Eleanor lo siguió escaleras arriba y se sentó junto a él mientras se afeitaba y se vestía para la cena.

Escuchó en silencio mientras Gil describió lo que sonaba como una idea descabellada. Los diarios estaban llenos de artículos sobre las condiciones cada vez más brutales para los judíos que vivían bajo el régimen de Adolf Hitler. Menos de dos meses antes, en la horrenda masacre conocida como Kristallnacht, la noche de los cristales rotos, cientos de sinagogas habían sido profanadas y quemadas hasta los cimientos en Alemania y Austria. Los negocios de los judíos fueron saqueados y destruidos, miles de hombres judíos habían sido arrestados sumariamente y enviados a campos de concentración.

Gil estaba decidido a hacer algo para ayudar, incluso si eso significaba interrumpir su vida de comodidades y ponerse en peligro a sí mismo. Más temprano ese día, él y su amigo Louis Levine habían comenzado a esbozar un plan: rescatar a los niños judíos atrapados dentro de la Alemania nazi. Ambos hombres eran líderes de Brith Shalom, una organización fraternal nacional judía que había construido recientemente un campamento de verano a las afueras de Filadelfia, que incluía una gran casa de piedra con 25 habitaciones. ¿No sería maravilloso, dijo Gil, si pudieran llenarlo de niños –dos por habitación– que de otra manera enfrentarían un futuro aterrador en la Alemania de Hitler?

Cuando terminó de vestirse, Gil miró a su esposa y le dijo que tenía la intención de ir a Alemania para llevar a cabo la misión. Él le preguntó si ella lo acompañaría. “Nadie en su sano juicio iría a la Alemania nazi”, protestó Eleanor: “Tendría demasiado miedo como para poner un pie en ese país, asumiendo que las tropas siquiera nos dejaran entrar”. Sus pensamientos se dirigieron a sus hijos, Steven, de 13 años, y Ellen, de 9. Ella y Gil nunca habían estado lejos de ellos simultáneamente.

Pero Eleanor sabía lo testarudo que podía ser su marido, por lo que no se sorprendió cuando Gil le dijo que ya había hecho planes para ir a Washington, DC, para proponer el rescate a los funcionarios del gobierno, en particular a George Messersmith, ex ministro de los Estados Unidos en Austria, que ahora se desempeñaba como subsecretario de Estado. Messersmith había trabajado en la embajada estadounidense en Berlín y era muy consciente de la amenaza nazi que se gestaba.

En los días siguientes, Gil se sumergió en la rígida política migratoria de los Estados Unidos. A pesar de la desesperada situación que enfrentaban los judíos en Europa —y del hecho de que, en ese punto, Hitler estaba permitiendo su salida— Estados Unidos impuso cuotas estrictas a los refugiados.

Por si fuera poco, a lo largo de la década de 1930, una serie de funcionarios del Departamento de Estado había hecho poco por ocultar sus posturas antijudías. Por ejemplo, James Wilkinson, quien trabajó en la división de visas, una vez advirtió que aliviar las leyes de inmigración del país crearía “un grave riesgo de que los judíos inundaran los Estados Unidos”.

Pero Gil permaneció firme en su plan por rescatar a los niños. Al revisar los registros de inmigración, descubrió que las visas aprobadas a veces no eran reclamadas. ¿Sería posible, se preguntó, reservar las visas no usadas para los niños judíos cuyos padres ya estaban en lista de espera para venir aquí?

Messersmith, siempre diplomático, dijo que era una idea “intrigante”. En pocos días, Gil envió una carta a Messersmith, detallando su misión propuesta y declarando que había “suficientes fondos privados para proveer transporte a los niños de Alemania a Filadelfia, además de apoyo, manutención y educación”. Finalmente, Gil dijo que él y Eleanor estaban listos para ir a Alemania para seleccionar ellos mismos a los niños y acompañarlos de regreso a los Estados Unidos.

Para ese momento Eleanor compartía el compromiso de su esposo. Ella se lanzó a la tarea de obtener declaraciones juradas de amigos y otras personas dispuestas a garantizar apoyo a los niños, a pesar de lo incómodo de pedirles revelar sus cuentas bancarias. A principios de la primavera, había reunido 54 documentos, cuatro extra, por si acaso.

Sin embargo, justo antes de que la pareja zarpara, un asesor del Departamento de Estado advirtió a Eleanor de no acompañar a su marido: la guerra era inminente en Europa. Abatido por ir por su cuenta, Gil persuadió al Dr. Robert Schless, un amigo de la familia que era el pediatra de sus hijos, a unírsele. “Derramé unas cuantas lágrimas en voz muy baja. Recé por su retorno seguro”, dijo Eleanor.

Varios días después de llegar a Europa, los hombres se dirigieron a Viena. Un año antes, en marzo de 1938, el Tercer Reich de Hitler había devorado Austria e inmediatamente inició una campaña para librar al país de sus aproximadamente 200 mil judíos. Los líderes judíos en Viena habían trabajado febrilmente para ayudar a las familias a salir y Gil había sido asesorado por funcionarios de la embajada estadounidense para seleccionar a los niños de la misión de rescate de esa ciudad, donde las condiciones se estaban deteriorando a un ritmo alarmante.

Una vez que llegó a Viena, Gil llamó de urgencia a Eleanor. A pesar de las advertencias del Departamento de Estado, le pidió que se uniera a él tan pronto como pudiera. “Hay mucho trabajo que hacer aquí y muy poco tiempo”, le dijo. “Necesito que vengas”. Eleanor reservó un pasaje para el siguiente barco a Europa. Cuando llegó, Gil le advirtió que la policía secreta vigilaría todos sus movimientos. Sus habitaciones fueron registradas diariamente. Señalizaciones en las que se leía Juden verboten (Prohibidos los judíos) los saludaban dondequiera que iban. Los edificios fueron cubiertos con esvásticas e imágenes de Hitler colgaban en las vidrieras de todos los negocios.

Cientos de judíos austríacos estaban lo suficientemente desesperados como para desear enviar a sus hijos lejos sin saber si alguna vez volverían a verlos. Cuando se corrió la voz acerca de la misión de transporte, las familias hacían fila afuera de un centro de la comunidad judía para tener la oportunidad de reunirse con los Kraus. Un niño recordó años más tarde: “Nunca olvidaré la espera junto a mi madre, toda esa gente allí que nos lanzaba piedras y tomates y nos decía todo tipo de cosas”. Los padres de los niños ya habían solicitado visas a los Estados Unidos, pero la lista de espera era enorme. Más de 25.000 judíos de Viena habían aplicado solo en los últimos diez días de marzo.

Gil, quien hablaba un poco de alemán, entrevistó a los padres que le pedían llevarse a sus hijos. Eleanor encontró casi insoportable imaginar lo que pasaba por sus mentes. “Separar a un niño de su madre parecía ser la cosa más baja que un ser humano podía hacer”, escribió más tarde. “Sin embargo, fue como si hubiéramos sacado un bote salvavidas en el mar más turbulento. Cada padre parecía decir: “Aquí, sí, libremente, con mucho gusto, lleve a mi hijo a una costa segura’”.

Con cada día que pasaba aumentaba el pesar de Eleanor mientras caía en cuenta de que la mayoría de los niños se quedaría atrás. Ella y Gil sabían que cualquiera que estuviera enfermo probablemente sería rechazado por los funcionarios de inmigración. Los niños también tenían que ser capaces de soportar la separación de sus padres, por lo que el Dr. Schless, que ayudaba con los exámenes, aconsejó no aceptar a nadie menor de cinco años.

En última instancia, los 50 escogidos minuciosamente –el mayor de todos tenía 14– incluyeron a siete conjuntos de hermanos. Una niña suplicó sin éxito por su hermana, que era demasiado pequeña.

Cuando Gil y Eleanor finalizaron su lista, surgieron nuevos y terribles problemas. Un oficial en el consulado estadounidense en Viena impugnó las declaraciones juradas de Eleanor; otro dijo a Gil que las visas podrían no llegar sino hasta meses después.

Con el destino de su misión en la cuerda floja, Gil y Eleanor corrieron a Berlín para hablar con Raymond Geist, un alto funcionario de la embajada estadounidense. Él le aseguró a Eleanor que sus declaraciones estaban en perfectas condiciones, pero que no podía garantizar los visados. Esa decisión tendría que esperar hasta que los niños se presentaran en la embajada.

La pareja regresó a Viena para reunir a los niños, cada uno de los cuales tenía permitido llevar solo una pequeña valija. Antes de poder probar suerte en la embajada, cada niño necesitaría un pasaporte alemán. Esto llevó a una tensa reunión con un oficial de la Gestapo, quien exigió saber por qué los Kraus habían llegado a Viena en el primer lugar. “Hemos venido para llevar a 50 niños judíos a los Estados Unidos”, respondió Gil con franqueza. Finalmente, después del más intenso de los interrogatorios, el oficial cedió.

En la noche del 21 de mayo de 1939, los niños y sus padres esperaron en silencio durante horas en una oscura plataforma en la estación de tren en Viena. Había tropas de asalto y perros de ataque por todas partes. Eleanor se sorprendió al enterarse de que los padres no podían siquiera despedirse de sus hijos. A los judíos no se les permitía hacer el saludo nazi y cualquier padre que siquiera levantara un brazo podría ser arrestado. “Sus ojos estaban fijos en el rostro de sus hijos”, recordó más tarde Eleanor. “Sus labios sonreían, pero sus ojos estaban rojos y tensos. Nadie se despidió. Fue el espectáculo de dignidad y valentía más triste que jamás presencié”.

El grupo llegó a Berlín a la mañana siguiente, todavía sin la certeza de los visados. Eleanor no podía imaginar tener que devolver a alguno de los niños a Viena. Exhaustos y nostálgicos, entraron en la embajada de los Estados Unidos y esperaron a ser entrevistados. Finalmente, Gil se sentó junto a Eleanor con una expresión de alivio inmenso. “Hay 50 visas esperándonos”, susurró. “Nuestras preocupaciones se han terminado”.

Un día después, los Kraus, el Dr. Schless y los 50 niños abordaron el SS President Harding en Hamburgo y navegaron más allá del alcance de Hitler. Durante el viaje de diez días, Gil y el Dr. Schless dieron lecciones diarias de inglés.

Después de que el buque llegó a la ciudad de Nueva York el 3 de junio, los niños pasaron el verano en el campamento Brith Sholom. Allí continuaron aprendiendo inglés, escribieron cartas a casa y se concentraron en su nueva vida en los Estados Unidos. Consejeros adicionales, enfermeras y personal cuidaron de ellos. Gil pasó incontables horas escribiendo a las familias en Viena y trabajando en los arreglos para el futuro de los niños. Para el Día del Trabajo, los 50 habían sido enviados a vivir con parientes o familias adoptivas, incluyendo a dos –Robert y Johanna Braun–, que vivieron con los Kraus durante dos años.

Un año después de la misión de rescate, con la ayuda de Brith Sholom, casi un tercio de los padres austríacos consiguió visas y se reunió con sus hijos. Varios más lograron llegar a los Estados Unidos durante y después de la guerra, pero otros murieron en el Holocausto.

Gil Kraus murió en 1975 y Eleanor en 1989. Aproximadamente la mitad de los niños que rescataron aún están vivos. Ahora en sus 80 años, la mayoría ha vivido una vida plena y productiva como médicos, abogados, escritores, maestros y ejecutivos de negocios. En el camino, también se convirtieron en esposos y esposas, padres, abuelos y, en algunos casos, bisabuelos.

En Europa, el Holocausto cobró la vida de 1,5 millón de niños. Solo a alrededor de 1.000 niños “no acompañados” —aquellos que viajaban sin sus padres—, se les permitió la entrada a los Estados Unidos. Los 50 salvados por Gil y Eleanor conformaron el grupo individual más grande.

 

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