Los signos vitales de Cari MacLean indicaban que corría grave peligro, pero los médicos del hospital no podían identificar la causa.
Ron MacLean patinaba en la pista de hielo cuando los bomberos entraron en el edificio. Era la noche del martes 8 de octubre de 2012 y el conductor del programa Noche de hockey en Canadá estaba jugando en un partido de la liga de veteranos. Al ver a los bomberos recordó a dos colegas suyos que habían tenido problemas de salud en el pasado. Ay, Dios, pensó mientras patinaba hacia la banca, Rob debe de haber tenido otro infarto, o quizá fue Bill. Fue entonces cuando notó que los jugadores lo señalaban a él. Los bomberos, que acababan de atender una llamada de emergencia hecha desde la casa de Ron, le dijeron que su esposa, Cari, había sido llevada en ambulancia al Hospital Memorial Oakville-Trafalgar. Ella les había pedido que lo localizaran.
—Está bien, hay tiempo para que se vista —le dijeron— pero debe ir al hospital cuanto antes.
Ron salió a toda velocidad del estacionamiento del edificio, en el apuro casi se estrella contra un auto que iba marcha atrás. Sabía que Cari no se había sentido bien en las últimas horas y trató de conservar la calma.
La pareja vive en Oakville, un elegante suburbio del oeste de Toronto. Ambos pasaron su adolescencia en Red Deer, Alberta, y han estado juntos desde 1978, cuando Ron, que cursaba el tercer año de secundaria, se enamoró de Cari, una chica de primer año que jugaba básquet y se parecía a la actriz Jennifer Beals, de la película Flashdance. Empezó a rondarla en la escuela, en las fiestas y en la heladería, cuando ella volvía a casa luego de su entrenamiento de básquet. Con el tiempo la conquistó. Cuando Cari ingresó en una universidad en Edmonton y Ron inició su carrera como conductor en Red Deer, todos los fines de semana viajaba por la ruta para ir a verla.
No era la primera vez que corría al Hospital Oakville-Trafalgar. En 1990, al inicio de un partido eliminatorio de hockey en Saint Louis, Missouri, Cari, que tenía tres meses de embarazo, lo llamó para decirle que tenía fuertes dolores abdominales.
Ron tomó un avión pero se quedó varado toda la noche en Pittsburgh. Cuando por fin llegó a Oakville, Cari había perdido al bebé. La pareja se sintió devastada. Intentaron con fervor concebir otro hijo pero en cierto momento pensaron que su destino no era ser padres. Durante 28 años solo se habían tenido el uno al otro. Ahora, Ron temía lo peor.
Cari no está habituada a quedarse atrás. Juega hockey y corre maratones. En el otoño de 2012, cuando ya no pudo seguir el ritmo de su grupo de corredores, lo atribuyó a la edad y a la pérdida de condición física. Tenía 50 años y había pasado un verano tranquilo, sin ejercitarse. Pensó que tal vez estaba resfriada. Cualquiera de esas cosas podía explicar la falta de aliento y la extraña debilidad que tenía.
El lunes 8 de octubre le dio un calambre en una pantorrilla, dolencia que había tenido también en abril, al final de un vuelo a Vietnam. La noche del martes, aún acalambrada, le envió un mensaje de texto a una amiga para decirle que iba a faltar al hockey. Mientras Ron salía a jugar su propio partido, Cari fue a meterse a la bañera para tratar de relajar la pantorrilla. Fue entonces cuando, agobiada por las náuseas, comenzó a vomitar. Se las arregló para salir de la bañera y se miró en el espejo. Se quedó helada: su rostro, empapado en sudor, estaba blanco como el jabón.
Desde el cuarto de baño miró su cama. Estaba a pocos metros de ella, pero temía no tener fuerzas suficientes para alcanzarla. Tomó algunas toallas e improvisó una colchoneta en el suelo. Se acostó y se puso en posición fetal. Entonces pensó: No. Levántate, vístete y pide ayuda por teléfono. Se sentía aletargada. Su cuerpo se negaba a moverse pero su voz interior insistía: ¡Vamos, levántate!
Aunque los MacLean tenían una línea de teléfono fijo, Cari solo pensaba en su celular, que estaba en la cocina. Se vistió como pudo, se arrastró hasta la escalera y empezó a bajar con dificultad. Cuando por fin alcanzó el teléfono y llamó al número de emergencias, el operador le preguntó si el paciente todavía respiraba.
—Yo soy la paciente —repuso Cari con voz débil—. Estoy muy mal.
El doctor Mangesh Inamdar estaba a la mitad de su turno de ocho horas cuando las enfermeras lo llamaron a la sala de urgencias. Hombre vigoroso de 42 años, Inamdar tiene la pasión por la adrenalina que distingue a los médicos de urgencias. Cuando se graduó de la facultad de medicina tenía el plan de ser radiólogo, para examinar radiografías e imágenes de resonancia magnética en una habitación tranquila, pero, durante su período de residencia solía ir a la unidad de terapia intensiva, donde a veces pasaba la noche después de haber cumplido su turno. Ya fuera por la variedad de los casos que debía atender, por la satisfacción de ver resultados rápidos o por el apremio de las situaciones de vida o muerte, lo cierto es que seguía volviendo allí.
Cuando los socorristas llegaron con Cari, Inamdar la examinó. Tenía el rostro lívido y apenas se le sentía el pulso. Lo más alarmante era su presión arterial. A su edad debía tener una presión sistólica cercana a 120, pero en ese momento no pasaba de 60. Esta condición hizo pensar al médico en varias posibilidades: ruptura de la arteria aorta, hemorragia interna, líquido excesivo alrededor del corazón, choque séptico o un infarto. Sin embargo había otra posibilidad que a Inamdar le parecía más temible: embolia pulmonar masiva.
Una embolia pulmonar se produce cuando un coágulo de sangre, por lo general alojado en una pantorrilla, asciende por arterias y venas y bloquea un vaso sanguíneo en un pulmón. La muerte suele sobrevenir rápidamente. Muchas personas jamás llegan a un hospital: perecen en su hogar o en la ambulancia. De hecho, en sus 14 años como médico de urgencias, Inamdar nunca había visto que alguien sobreviviera a una embolia.
Con todo, mientras seguía examinando a la paciente, comenzó a tener dudas. Como el inicio de la embolia pulmonar es la formación de un coágulo en la pierna, por lo común a la persona se le hincha la pantorrilla, pero Cari tenía las suyas perfectamente simétricas. Otro síntoma muy común es la dificultad para respirar; no obstante, Cari no sentía dolor en los pulmones. Había tenido falta de aliento pero también había estornudado y vomitado: posibles síntomas de infección viral.
Inamdar estaba confundido. Una tomografía podría revelar la causa en definitiva, pero Cari estaba tan inestable que no podía arriesgarse a sacarla de la sala de urgencias. Una baja concentración de oxígeno en la sangre es otra señal de embolia pulmonar masiva. La medición más exacta se hace colocando un pequeño monitor de oxígeno en la punta de un dedo del paciente, pero Cari llevaba uñas de gel imposibles de desprender sin remojarlas en acetona durante 15 minutos. Como su pulso era imperceptible, no podían extraerle sangre de la muñeca para medir el oxígeno, así que el médico recurrió a una tercera opción: conectarle un monitor de oxígeno en el lóbulo de una oreja.
El resultado de la prueba fue sorprendente. Mientras que el nivel de oxígeno de una persona con buena condición física como Cari podía ser de 99 o 100 por ciento, el monitor indicaba que apenas llegaba al 30 por ciento. Esa situación era básicamente incompatible con la vida.
Inamdar no sabía qué pensar. Cari llevaba 10 minutos en la sala y estaba consciente, rodeada por enfermeras que se apresuraban a ajustar las sondas intravenosas y a revisar los signos vitales. El nivel de oxígeno en la sangre era tan bajo, que podía ser un error de medición; los monitores de lóbulo de oreja son muy poco confiables para medir esa concentración. Pero si no se trataba de una falla, Cari podía sufrir un paro respiratorio en cualquier instante.
“Recuerdo que pensé: ‘No tengo un diagnóstico y esta mujer se va a morir’”, cuenta Inamdar. “Creo que las enfermeras que había en la sala temieron lo mismo porque todos hemos visto el rostro de la muerte”.
Cuando Ron llegó a la sala de urgencias, vio a Cari rodeada de personal médico. Parecía débil y tenía numerosas agujas insertas en ambos brazos, conectadas a sondas intravenosas. Cuando se inclinó para vomitar en un orinal, las agujas se le desprendieron. Ron solo pudo observar con impotencia cómo las enfermeras se las reinsertaban. Con todo, se sentía extrañamente animado. Si bien Cari estaba pálida, no mostraba señales evidentes de nada grave. De pie, vestido con un pantalón tejano y una gorra de béisbol, entre el ruido de los aparatos y el trajín de las enfermeras, Ron sintió mucha calma. “Pensé que todo lo que Cari y yo necesitábamos estaba allí”, refiere. Cuando Inamdar empezó a hacerle preguntas, respondió con la mayor rapidez y precisión que pudo. Por momentos, extendía la mano para acariciar el brazo de su esposa. “Lo estás haciendo muy bien”, le decía. “Las cosas van muy bien”.
Pero las cosas se pusieron muy mal. Cari llevaba 20 minutos en la sala de urgencias cuando de repente empezó a sacudirse con violencia. Inamdar sabía que siete de cada 10 pacientes que mueren de embolia pulmonar perecen en el transcurso de la primera hora. Si eso era lo que estaba ocurriendo, tenía que actuar.
El tratamiento inmediato de la embolia pulmonar es la administración de un trombolítico, medicamento que disuelve los coágulos de sangre y, con un poco de suerte, evita que lleguen a los pulmones. Pero si Cari, en vez de tener embolia pulmonar, estaba sufriendo una hemorragia interna, el fármaco aceleraría el sangrado, y nadie en el hospital podría impedirlo. Si la corazonada del doctor era acertada, el trombolítico podría salvar a la paciente; si no, la mataría.
El médico le hizo una ultrasonografía, buscando con ansias más información. Cari no tenía sangre acumulada en el abdomen, lo cual descartaba la hemorragia interna. Inamdar entonces observó con mayor detenimiento el corazón: el ventrículo derecho parecía más grande que el izquierdo, señal de embolia pulmonar.
—Le administraremos el trombolítico ahora mismo —dijo.
Mientras las enfermeras se apresuraban a preparar el fármaco, él corrió hacia la computadora. Tratar la embolia pulmonar era algo tan poco frecuente para Inamdar, que tenía que verificar el protocolo. Mientras Cari se ponía cada vez más grave, el médico hizo una búsqueda en Google: “Trombolíticos, embolia pulmonar masiva”. Echó un vistazo a varios estudios y luego trazó un plan: en vez de suministrarle el fármaco a Cari en dosis pequeñas, como algunos estudios sugerían, se lo daría todo de una vez. El método de dosis pequeñas consistía en administrar el medicamento durante un lapso de dos horas. “No tenía tanto tiempo”, dice Inamdar. Una vez que empezara el tratamiento, no podría dar marcha atrás.
Ron no sabía lo que es una embolia pulmonar, ni cómo afectaba un cuerpo sano. Pero cuando Inamdar dio la orden de preparar el fármaco, comprendió que la situación era mucho más grave de lo que temía.
Observó cómo el médico se reunía con las enfermeras. “Fue casi como una reunión de jugadores cuando el partido está empatado y los equipos están a punto de ir a tiempo extra”, cuenta Ron. “El doctor dijo: ‘Sheila, ¿qué medicamento vas a usar, en qué dosis y en qué momento?’ Luego le preguntó lo mismo a otra enfermera, y después a la siguiente”.
Las enfermeras le administraron los fármacos a la paciente por vía intravenosa. Cari llevaba ya 40 minutos en la sala de urgencias y todo el mundo aguardaba, observando el monitor de la cabecera de la cama. Ron no sabía qué esperar, así que dirigió la mirada hacia su esposa. Ambos entendieron que esa podría ser la última vez que se vieran a los ojos.
Los aparatos emitían pitidos y las pantallas mostraban los signos vitales de Cari convertidos en ondas luminosas parpadeantes. Finalmente, una de las enfermeras sonrió.
—Esto se pone bien —le dijo a la paciente, animándola.
La presión arterial de Cari empezaba a subir, al igual que su nivel de oxígeno. Estaba volviendo.
Por la noche, cuando se estabilizó la condición de Cari e Inamdar consideró que ya había superado lo peor, por fin pudo tomarle una tomografía. La imagen mostró la presencia de un coágulo grande en el tronco pulmonar y muchos coágulos pequeños diseminados en los pulmones.
Eso le bastó a Inamdar para formular una explicación sobre lo que había ocurrido. Le explicó a la pareja que la sangre se le había coagulado a Cari dentro de una vena de la pantorrilla durante el vuelo a Vietnam, en abril (hasta un 5 por ciento de quienes viajan en avión terminan con coágulos debido a la altitud, la deshidratación y las condiciones de hacinamiento). El coágulo se desprendió, y poco a poco se desplazó hasta los pulmones, causando fatiga y dificultad para respirar. Mientras los esposos examinaban la tomografía, Inamdar pensó en lo que todos ya sabían: que Cari había estado al borde de la muerte.
Durante los meses que siguieron Cari fue comprendiendo la gravedad de lo que le había sucedido. Mientras se recuperaba, empezó a sufrir ansiedad. Temía volver a correr. La idea de sentirse mal otra vez, con el pecho constreñido y los pulmones luchando por respirar, era demasiado aterradora, así que descartó ejercitarse.
Pero al final, con muchas palabras de aliento de Ron, de nuevo se puso las zapatillas para correr. Había llegado la primavera y los manzanos silvestres estaban en flor. Mientras trotaba por las calles de su barrio en Oakville, frente a las viejas casas de ladrillo y los cuidados jardines que había visto tantas veces, Cari contempló todo con nuevos ojos.
“Los clichés sobre las experiencias cercanas a la muerte son ciertos”, dice. “Ahora veo las cosas de otra manera. Siento que me he vuelto muy pequeña y muy grande a la vez. Pequeña en el sentido de que la vida se trata de esto, de vivir el aquí y el ahora. Pero al mismo tiempo entiendo lo mucho más grande que es todo. Nuestras vidas son solo partículas efímeras. Te lo dicen todo el tiempo pero ahora lo entiendo mejor”.
Cari y Ron suelen hablar con sus amigos y familiares sobre lo que vivieron esa noche de octubre de 2012, repasando los detalles. A ella le gusta volver a contar lo que por casualidad oyó decir al cardiólogo del turno matutino mientras revisaba su expediente. “¿Que hizo qué?”, exclamó incrédulo al enterarse de la decisión que Inamdar había tomado.
Ron prefiere recordar el momento en que Inamdar tomó su valiente decisión. “Estaba cruzado de brazos y con los pies apuntando en direcciones opuestas”, dice. “Era una postura de resignación desesperada. Sabía que estaba corriendo un riesgo pero no tenía opciones. Él fue la gran estrella de aquella noche”.