En su crónica premiada, Joel Yanofsky habla sobre alguien especial, su hijo Jonah, quien le enseñó a ser mejor padre.
El diagnóstico de Jonah llegó hace siete años, cuando tenía casi cuatro, y entonces no estábamos aún del todo seguros de lo que enfrentábamos. En el hospital nos pusieron en lista de espera para una segunda opinión, y había días en que yo intentaba suspender todo lo que tuviera que ver con el autismo hasta que tuviera su cita. En aquella época podía resultar difícil distinguir entre el comportamiento autista y el típico de un niño de jardín de infantes. (Debo decir neurotípico, ya que ese es el término correcto ahora. Se emplea para describir a todas las personas que no sufran de autismo.) Aunque, viendo las cosas en retrospectiva, sospecho que nos engañábamos. El autismo es una serie de afecciones y, dentro de una amplia gama de síntomas y déficits, a Jonah se lo considera por lo general como altamente funcional. La primera psicóloga que se lo diagnosticó nos dijo esto en una sesión, una clase de introducción al autismo que duró poco menos de dos horas. Probablemente tenga problemas con la comunicación y con la interacción social, nos explicó. Tenderá al comportamiento repetitivo, conocido también como conducta autoestimulatoria. Tomemos como ejemplo la forma en que alinea sus juguetes, dijo, refiriéndose a una conducta autoestimulatoria que había ya observado. También tendrá dificultades con la empatía. En este mismo momento, se inclina a creer que todo lo que él experimenta, también deben de experimentarlo las demás personas. Entre los individuos con autismo, eso se llama ceguera mental. Eso se llama su seguro servidor, pensé. En lo más profundo, siempre creo que todo me pasa a mí y solo a mí.
Una noche acosté a Jonah y observé mientras seguía su rutina de siempre, consistente en alinear los libros para leer a la hora de dormir que había en su estante, de manera que se extendieran de un extremo el cuarto al otro. Se encargaba de la tarea, aparentemente sin sentidos con la deliberación de un maestro de ajedrez. Sopesaba con cuidado cada movida, y mantenía la mano sobre el libro que alineaba hasta que quedaba exactamente donde él quería. Lo único que yo deseaba, comprendí poco a poco, era entrometerme en esta rutina: interrumpirla de alguna manera. Así que tomé un ejemplar de Green Eggs and Ham (Huevos verdes y jamón), el libro que siempre terminaba al final de la fila, y lo abrí. Luego, me senté sobre su cama, lo senté sobre mi regazo, como si fuera yo a leerle. Jonah no se veía contento. Los cuentos antes de dormirse venían después, y por lo general de parte de su madre. Frunció el entrecejo y masculló entre dientes: “Ponlo en su lugar”. Cuando esa táctica no funcionó, trató de cerrar el libro sobre mi mano. Sin embargo, cuanto más lo intentaba, más firme yo lo mantenía sobre mi regazo. Y así le leí a Jonah sobre cómo, al principio, nadie tolera a Sam-I-Am, sobre cómo lo aborrecen adondequiera que va, en toda especie de vehículos y animales, ya sea que esté soleado o que llueva a cántaros. Cuando llegué al final, yo rechinaba los dientes y apretaba a Jonah con tal fuerza, con tanta desesperación, que tal vez lo lastimé. Green Eggs and Ham es también una guerra de voluntades. Tiene que ver con la terquedad, pero también con la persistencia. Así que persistí. Me convertí en un molesto. Cuando terminé el cuento, Jonah lloraba suavemente. No obstante, cuando le entregué el libro para que lo colocara en su lugar, titubeó antes de tomarlo. Por un instante, logré ver lo difícil que era para él, lo valiente que se mostraba al hacer este gesto sencillo, esta pequeñísima concesión al cambio. También yo podía advertir lo difíciles que iban a ser las cosas para él, lo extraordinariamente valiente que tendría que ser.
No habría milagros. Solo la serie normal de altibajos diarios, de desaliento seguido por esperanza, y nuevamente por el desánimo. Por fin Jonah me volvió a entregar el libro y se metió en la cama. “Otra vez, papá”, dijo. Era difícil saber si se rendía o era buen perdedor. Todavía era un niño, en realidad, que intentaba decidir si ya estaba listo para dormirse. Decidió que no: se quedaría despierto otro rato si yo tenía algo interesante que ofrecerle. Se incorporó, apretó la almohada al pecho y esperó a que le volviera a leer. “¡Otra vez, ya lo creo, otra vez!” dije, exclamando como me imaginaba que lo haría tal vez un San-I-Am triunfante. Cynthia escuchaba en la puerta de la habitación de Jonah y se encontró conmigo allí, después de que lo había metido en la cama. “Te abrazaré aquí y allá, y en todas partes”, me susurró al oído y rodeándome el cuello con los brazos. “En nuestra cama. Y me pondré algo rojo”.
Una vez que sale Jonah de la escuela, tal parece que jamás estuvo allí. Habla de ello solo cuando se lo presiona, y entonces únicamente para ofrecer el mínimo de información. “Hice matemáticas”, dirá. O “Trabajé mucho”. Ocasionalmente, revelará que castigaron a algún chico por tirarle del pelo a alguna compañera o por decir palabrotas. La mala conducta de los demás le parece siempre fascinante. De vez en cuando uno de los maestros de Jonah habla con nosotros. Sus comentarios casuales por lo general son positivos, al igual que los boletines de calificaciones, pero por otra parte, ellos no tienen el mismo nivel de expectativas que nosotros. El hecho es que tienen pocas. Por lo que a ellos respecta, nuestro hijo está etiquetado: ASD, en el espectro. La palabra autismo no se emplea mucho.
Sus maestros nos dicen que por lo general se esfuerza mucho. En comparación con otros niños, es un gusto tenerlo en clase; se porta bien y está contento en general. Adorable es la palabra que escuchamos constantemente. Los días que lo busco, me gusta decirme que solo yo veo su soledad, su extrañeza. Según la información que recabamos de los maestros de Jonah, lo quieren bien los demás. Solo que se requiere de demasiado esfuerzo, atención, empatía para que los otros niños lo hagan su amigo. Hasta ahora, no obstante, se han mostrado notablemente bondadosos con él, incluso protectores.
Jonah termina todos los días solo en el patio de la escuela. Al sonar la campana, tengo que concentrarme para encontrarlo dentro del torrente de niños. Cuando doy con él, por lo general está cantando para sí mismo. A veces está girando alegremente, pero solo. En ocasiones sigue el movimiento de sus dedos en el espacio, como si intentara liberarse de todo lo demás —ecuaciones complicadas, pronunciación en francés— que lo obligan hacer durante el largo día escolar. Tiene que enfrentarse cinco días a la semana a seis horas de instrucciones confusas. Hay reglas tontas, advertencias incomprensibles, maestros estresados que hay que evitar. Lo imagino, cuando sale por las puertas a las 2:17 de la tarde, dándole la bienvenida a su ser auténtico. ¿Acaso su ser autístico?
Durante el largo receso de marzo, Cynthia ha estado llevando a Jonah al parque todos los días. Vivimos en Montreal, y todavía hay mucha nieve y lodo en el suelo. También ha hecho un frío anormal, pero los dos se visten con capas de ropa, se llevan tentempiés y cobijas y se pasan horas fuera. Las cosas se facilitan para todos nosotros cuando Jonah hace algo de ejercicio físico, y Cynthia dice que solo les hace falta salir de la casa un rato.
—¿Y qué hacen ustedes dos en el parque? —le pregunto a Cynthia cuando regresa cierta tarde.
—Es una sorpresa.
—Vamos. Estoy muy aburrido conmigo mismo.
—¿Tú?
—Sorpréndeme.
—Está bien. Quería que lo vieras en persona. Te iba a obligar a ir al parque mañana, pero mira esto.
Me pide que me siente en el sofá y me da su teléfono celular. Luego llama a gritos a Jonah, una y otra vez. Él viene corriendo y se detiene abrupta y desequilibradamente, deslizándose al estilo Charlie Chaplin. Nos lanza a cada uno una mirada, entre la desesperación y la frustración. Es nueva y preocupante. ¿Ahora qué? Solo quiere volver al video de YouTube que está viendo: Katy Perry cantando “Hot’n Cold”, y se siente frustrado porque lo estamos interrumpiendo. Me doy cuenta ahora de por qué no reconocí la mirada: es la del ceño fruncido de un preadolescente. No la ha perfeccionado aún, pero me tranquiliza saber que se está esforzando. “Le vamos a enseñar a papá lo que hemos estado haciendo”, dice Cynthia. Los tres nos apiñamos para poder ver juntos la pequeña pantalla de su teléfono.
—Jonah, dile a papá quién es esa persona y dónde está.
—Es Jonah, en el parque —contesta, aún distraído.
Su madre lo mira y él dice:
—Soy yo en el parque.
Lo oigo cantar en el video antes de que pueda distinguir lo que está haciendo. Luego, lo veo moviéndose, hamacándose de un travesaño a otro. Debe de haber una docena en ese pasamanos. No lo hace con fluidez, pero avanza, lenta y deliberadamente. Lleva ropa de invierno y guantes, los cuales probablemente le dificulten incluso más la tarea. No obstante, si acaso siente la tensión, no lo manifiesta. Sus brazos están fuertes por todo lo que ha practicado en casa. Cynthia se acerca para una toma de primer plano, y es entonces cuando veo otra expresión desconocida en el rostro de mi hijo: la de una absoluta determinación. Luego observo mientras dos chicos, un poco mayores que Jonah, se le acercan por atrás en el pasamanos. No obstante que eso ya haya pasado, siento un nudo de preocupación en el pecho, como si estuviera yo con él, en este momento. No avanza con la suficiente rapidez. Casi le grito que se apresure. Sin embargo, los otros muchachos lo observan muy de cerca. También tararean una tonada que no acierto del todo a identificar. Cuando Jonah por fin llega al último travesaño y cae al suelo, los otros chicos caen con él y le dan palmaditas en la espalda.
—Esta es la primera vez que logró pasar por todos los travesaños, ¿verdad Jonah? —comenta Cynthia.
—Sí.
—Y, ¿quiénes son esos muchachos? —pregunto.
—Jonah, dile a papá quiénes son.
Cynthia me sonríe y me da un empujoncito con el hombro.
—Mis amigos del parque.
Muy bien. Entonces, quiero sus nombres, números telefónicos —fijos y celulares— direcciones de correo electrónico, cuentas de Twitter, todos sus datos. Cynthia toma mi mano y la aprieta.
Sin embargo, antes de que pueda hacerle otra pregunta a Jonah, desaparece, para volver a la computadora, como si nada de esto fuera del otro mundo.