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3 historias contra lo imposible

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Usar el deporte como medio para superar los obstáculos.

Corazón de campeona

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Shannon Kelly casi se muere a causa de una enfermedad cardíaca. Ahora tiene una nueva afición: competir en triatlones.

Recuerdo que a los 13 años yo corría sin dificultad un kilómetro y medio, pero de pronto empecé a perder velocidad y no sabía por qué. En la escuela jugaba al tenis, pero cuando el entrenador me pidió que diera dos vueltas a la pista corriendo, por poco me desmayo. Él solía decir: “Shannon tiene un buen golpe, pero no corre por la pelota”. Yo quería hacerlo, mas no podía.

“Cuando yo tenía 18 años, a mi mamá le diagnosticaron cardiomiopatía hipertrófica. Su madre murió de esta misma enfermedad a los 47 años, y como ella tenía 42, se procupó mucho. Un cardiólogo nos examinó a mi hermano menor y a mí para descartar el mal. Él no lo tenía, pero yo sí. El médico dijo que probablemente necesitaría un trasplante en algún momento.

La salud de mamá se deterioró a lo largo de los siguientes años, y a mí me pusieron un marcapasos a los 21. Mi latido cardíaco mejoró, pero aún se me dificultaba mucho subir cualquier pendiente. Empecé a sufrir insuficiencia cardíaca congestiva; los pulmones se me llenaron de agua un par de veces, y tuve que ir al hospital.

A mi madre le hicieron un trasplante que le salvó la vida cuando yo tenía 24 años. Yo aún no estaba tan grave para recibir un órgano donado, así que, al terminar la universidad, comencé a trabajar como diseñadora de sitios web, me casé y me establecí con mi esposo en Yonkers, Nueva York. Con cada año que transcurría, mi mal empeoraba. A los 35 años no podía hacer una cama sin perder el aliento. Tenía que dormir casi sentada sobre unos almohadones para poder respirar.

Luego, en abril de 2006, volví a ingresar en un hospital con insuficiencia cardíaca. El médico dijo que no podía hacer nada más por mí, que mi corazón se estaba muriendo. Me recomendó para un trasplante. Estaba yo tan mal que me pusieron al principio de la lista de espera, pero podía llevar años hallar un donante compatible; algunas personas jamás lo encuentran. Por suerte, me llamaron antes de un mes. La operación tardó seis horas, pero, cuando me desperté, lo sentí: ¡un corazón sano y fuerte!

Al salir del hospital, pude subir ocho tramos de escalera sin detenerme. Decidí fortalecer mi cuerpo. Empecé a correr en una caminadora en el gimnasio y a asistir a clases de tenis. ¡Al fin podía ir a buscar la pelota!

Quería más desafíos, así que en julio de 2008 jugué tenis en los Juegos para Personas con Trasplantes. Luego una amiga me contó de un triatlón femenino: 800 metros de natación, un recorrido de 19,3 kilómetros en bicicleta y una carrera a pie de 3,4 kilómetros. La prueba estaba programada para un año después en Mount Snow, Vermont, y decidí competir.

Pronto estaba corriendo cinco kilómetros por día. Compré una bicicleta y empecé a nadar. Y una mañana del verano de 2009, me encontraba junto a un lago con otras 188 competidoras. Me anotaron el número de participante en el brazo con un marcador, y yo pedí que agregaran las palabras “Gracias, familia del donante”.

Una vez que salté al agua, la adrenalina tomó el control. A mi lado iba una nadadora auxiliar con un flotador por si yo tenía dificultades, pero la dejé atrás. El tramo en bicicleta fue terrible, pero la carrera me resultó fácil. Acabé el triatlón en el lugar 93, y me sentí eufórica.

Este año participaré en más triatlones, y en cada uno voy a pensar en mi donante. Lo único que sé de él es que tenía 17 años, y que él y su familia me dieron otra oportunidad de vivir. Su corazón es un regalo maravilloso, y a mí me corresponde mantenerlo en forma y cuidarlo.

Otra vez de pie

El sargento Heath Calhoun perdió las piernas en un ataque con granada en Irak en 2003, pero eso no lo detuvo.

Después del ataque me acostaron en la parte trasera de un camión, y vi que mis piernas eran un desastre: me habían rasgado el pantalón y la hemorragia era terrible. Intenté ponerme de pie, pero mis compañeros me lo impidieron y entré en un estado de shock.

Me amputaron ambas piernas por arriba de las rodillas, y luego me trasladaron en avión al Hospital Walter Reed de Bethesda, Maryland. Antes del ataque era un buen corredor, pero ahora no sabía si volvería a caminar. Al cabo de varios meses de fisioterapia, me colocaron unas prótesis, pero me costaba mucho trabajo usarlas porque las personas que pierden la mitad de las piernas presentan muchas dificultades de equilibrio y marcha.

Después de cinco meses en el hospital, la organización Ex Combatientes Estadounidenses Incapacitados organizó una clínica de deportes de invierno en Aspen, Colorado, y yo asistí acompañado por mi esposa. Cuando estaba en la secundaria esquié unas cuantas veces, pero no fue nada memorable. En la clínica me enseñaron a usar un monoesquí.

Esquiar fue lo primero que me devolvió las piernas. Subí a la montaña en telesquí como todo el mundo. Mi única limitación para bajar la ladera fue mi grado de habilidad. Ese fin de semana no adquirí mucha destreza, pero me divertí muchísimo.
 
Cuatro meses después, cuando volví a casa, reanudé la fisioterapia. En el verano de 2004, en un evento de recaudación de fondos de una organización de apoyo a ex combatientes heridos, recorrí 65 kilómetros en una bicicleta accionada a mano. Lo disfruté tanto que, en 2005, recorrí el país en bici con dos amigos. Nos llevó un par de meses, pero fue fantástico.

Ese invierno me entrené en un campamento de monoesquí para personas discapacitadas. Pero seguía sin poder caminar, y pensé que algo en mí me impedía hacerlo. Entonces encontré un fabricante de prótesis que había ayudado a muchas personas amputadas de ambas piernas, como yo. En julio de 2006 recibí un par de piernas nuevas, equipadas con microprocesadores que se ajustan a cualquier actividad y terreno, y desde entonces ya no uso silla de ruedas.

Las prótesis me permitieron probar otros deportes. En 2007 gané medallas de plata en las carreras de 100 y 200 metros en los Juegos Endeavor. He formado parte de un equipo de relevos en dos triatlones y jugado un torneo de golf, pero mi deporte principal es el esquí. Vivo en Clarksville,  Tennessee, con mi esposa y mis tres hijos, pero he pasado los últimos tres inviernos en Aspen, participando en pruebas de esquí con el apoyo financiero del Programa Paralímpico para Ex Combatientes.

Cuando estoy en la montaña, me gusta saber que esquío mejor que la mayoría de las personas que tienen piernas. La discapacidad es un término relativo: podemos hacer muchas cosas con lo que el Señor nos ha dado.

Superar el dolor

A Kristy McPherson le diagnosticaron artritis reumatoidea a los 11 años. Ahora se destaca en el golf profesional.

Me crié en Conway, Carolina del Sur, y fui una chica atlética. Era miembro de los equipos de softball y básquet, y jugaba fútbol americano con los chicos del barrio. Una tarde mi hermano me tiró al suelo en el jardín, y sentí que algo se me rompía. Una hora después traté de levantarme de una silla, y no me pude mover. Ese fin de semana se me inflamaron las articulaciones, y no podía deglutir. Me llevaron al hospital.

Tardaron casi seis meses en diagnosticarme artritis reumatoidea. Tuve que tomar fármacos y someterme a fisioterapia para poder caminar otra vez, pero tenía las articulaciones tan dañadas que no podía correr como antes. Mi papá era un buen golfista y había ganado algunos torneos. Un día me propuso ir a jugar. Me llevó al campo y me sentó en un carrito. Verlo jugar me hizo querer intentarlo.

Luego de un rato, traté de hacer algunos golpes cortos al hoyo. No fue nada fácil al principio, porque me dolían mucho las manos. Había jugado un poco de golf cuando tenía unos siete años, pero nunca me llamó la atención este deporte: me parecía demasiado tranquilo. Ahora, cada vez que le pegaba a la pelota, me dolía; sin embargo, me sentía feliz de estar al aire libre, de tener de nuevo la oportunidad de competir, y me enamoré del golf.
 
Cuando tenía 13 o 14 años empecé a practicar en serio. Conseguí entrar en el equipo de golf de la escuela, pero me sentí frustrada cuando no gané, y redoblé mis esfuerzos. Después de la práctica, jugaba otros nueve hoyos. El golf era el deporte más difícil que había practicado. Gané una beca para estudiar y jugar golf en la Universidad del Sur de California, y me hice profesional. Me llevó tres años clasificar para la Serie de la Asociación de Golf Profesional Femenino, pero ya he jugado cuatro temporadas y, en la más reciente, quedé entre los 10 primeros lugares. Todavía tomo medicamentos, y a veces me siento rígida y adolorida, sobre todo en los días fríos y húmedos, pero ya me acostumbré a jugar así.

Si no me hubiera enfermado, quizá no sería una golfista profesional. La experiencia me enseñó a tener paciencia y a no dar nada por sentado. Para mí, es una bendición poder hacer lo que hago.    

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