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Héroes del terremoto en Haití

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El desvastador sismo no destruyó el espíritu del pueblo haitiano, como lo demuestra esta historia.

Los socorristas

La tarde no había sido buena. Chris Dunic y los hombres de un equipo de búsqueda y rescate urbano de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés), de los Estados Unidos, se habían topado con una serie de frustraciones y pistas inútiles al revisar las casas y los edificios derrumbados por todo Puerto Príncipe en busca de sobrevivientes. No habían encontrado ninguno. Ocho días después del terremoto del 12 de enero en Haití, Dunic, un boina verde y socorrista activo en los días que siguieron a los atentados del 11 de septiembre de 2001 en su país, sabía que el tiempo se estaba agotando y que ya era casi imposible encontrar personas vivas bajo los escombros.

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Entonces llegó un informe: una mujer que hurgaba entre las ruinas de su edificio de departamentos había oído unos gemidos bajo los escombros. Dunic y sus compañeros se dirigieron de inmediato a ese lugar.

Otro equipo de la FEMA ya estaba allí. Los socorristas introdujeron una sonda de inspección entre una pila de cascotes, varillas, tubos y cables retorcidos: lo que quedaba del edificio de cinco pisos. ¿Sería esta otra búsqueda inútil? La cámara sólo mostraba más cuerpos aplastados. De pronto, volvió la esperanza: la sonda había detectado un hueco. Era muy chico y oscuro. Dentro de él estaban dos niños, doblados e inmóviles como muñecos de trapo, ¡pero vivos!

Los equipos empezaron a cavar un pasadizo. Por momentos se detenían y les gritaban a los chicos entre las capas de escombros. Finalmente, oyeron las débiles voces de Kiki Joachin, un nene de siete u ocho años de edad, y de su hermana, Sabrina, de 10.

Los socorristas trabajaron arduamente toda la tarde, de dos en dos en turnos de 10 minutos, cortando y despejando a fin de abrir un agujero de escape junto al hueco donde estaban los chicos. Era un trabajo difícil y peligroso, pues podían provocar un derrumbe; sin embargo, a medida que pasaban las horas y los agotados hombres seguían cavando y quitando escombros, entre los dos equipos fue surgiendo un sentimiento de camaradería y regocijo.

Finalmente, llegó el turno de Dunic de bajar al hueco. Un miembro de la otra brigada, Brad Antons, se acercó para ayudarlo. Dunic tomó un martillo neumático y saltó al agujero, cuyo borde le llegaba a la cintura. Antons se arrodilló para colocar el cincel del martillo sobre un bloque de hormigón, lo cual exigía cuidado para evitar que los cascotes golpearan a los niños al salir volando. Entonces se pusieron a trabajar. Mientras Dunic partía el bloque en pedazos, Antons llenaba unos baldes con ellos y se los pasaba a los otros socorristas.

De pronto, el martillo rompió la última sección del bloque y abrió un acceso al hueco. Emocionados y nerviosos, Dunic y Antons se inclinaron. Vieron a Kiki: estaba totalmente cubierto de polvo, con la cabeza y los brazos metidos entre las rodillas. El niño miró con sus ojos oscuros a los hombres, y parpadeó deslumbrado. Detrás de él estaba Sabrina, atrapada entre las patas de una silla y doblada en dos, con las piernas estiradas y los brazos extendidos hacia los dedos de los pies. Acurrucado debajo de Kiki estaba el cuerpo sin vida de su otro hermano. Hacía ocho días que los chicos estaban allí, sin poder moverse.

Dunic agrandó el agujero, y luego le dijo a Kiki que rodara hacia afuera, pero el nene no se movió; murmuró algo en su lengua, negando con la cabeza, y señaló a sus hermanos: no saldría sin ellos. Dunic y Antons trataron de hacerlo salir ofreciéndole una botella de agua y hablando con las pocas palabras del francés que sabían, pero Kiki se inclinó hacia atrás.

Antons entendió el temor del niño: había visto aparecer de repente a un par de hombres desconocidos con herramientas, cascos rojos y blancos, caretas sobre los rostros y lámparas que lo deslumbraban.

—Lo estamos asustando —le dijo a Dunic, y entonces empezó a cantar una canción infantil, la única que  sabía en francés.

Por fin, dando un suspiro, Kiki rodó hacia las manos de Dunic, el cual lo asió y se lo pasó a otro socorrista. Este lo levantó sobre su cabeza, y el niño extendió los brazos que no había podido mover en una semana y esbozó una sonrisa maravillosa. Todos aplaudieron llenos de emoción. Minutos después, Dunic y Antons liberaron también a Sabrina.

Dunic habla con modestia sobre su participación en el rescate: “Fue un esfuerzo en equipo. Cien hombres trabajando juntos. A Antons y a mí sólo nos tocó ser los que despejaron el hueco”. A Antons le preocupa el futuro que les espera a los dos chicos en su país devastado. Por el momento, él y Dunic se consuelan con la explicación que Kiki dio sobre su muestra de alegría al ser rescatado. “Sonreí porque estaba libre”, dijo. “Sonreí porque estaba vivo”.            

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