“No importa cómo. Si querés algo, vas a hallar la manera de lograrlo”. Alfonso Cuadra perdió el rumbo en la adolescencia, pero luego se reinventó como empresario de ropa hip hop.
Es una nublada mañana de febrero, y Alfonso Cuadra ha venido al aeropuerto de Ottawa a recogerme en su auto, un Chrysler 300. Vestido con chaqueta de piel, ajustados pantalones de mezclilla deslavada, mocasines Gucci y un BlackBerry sujeto a la cintura, es la viva imagen del empresario joven y exitoso. Mientras enfilamos hacia el centro de la ciudad para visitar sus diversos negocios, empieza a contarme su historia.
Su madre, Vida, periodista salvadoreña, se refugió en Montreal luego de solicitar y recibir asilo político en Canadá, pero otros exiliados de su país comenzaron a amenazarla por sus opiniones democráticas, así que emigró nuevamente con su hijo a Nicaragua, donde tenían familiares. Al no encontrar empleo, regresaron a Canadá y se establecieron en Vancouver, cuando Alfonso tenía ocho años.
Él todavía recuerda el asombro que le produjo la abundancia que en ese entonces había en Canadá. Como refugiados, madre e hijo recibían ayuda del gobierno para ropa, comida y vivienda, pero Alfonso pronto se dio cuenta de que en realidad ocupaban el nivel más bajo de la escala socio-económica. Cuando cumplió nueve años, le pidió a su mamá unos tenis Converse: un artículo “de rigor” en la escuela a la que asistía, en el centro de Vancouver. Vida le compró unos zapatos deportivos baratos en una tienda Kmart, y los otros chicos del colegio no tardaron en hacerle ver a Alfonso que eran “de imitación”. Ante las burlas, él nunca volvió a usarlos, y juró que ganaría su propio dinero para comprarse lo que quisiera.
Tres años después, se mudó con su madre a un edificio de apartamentos en la zona este de Ottawa, y empezó a trabajar como repartidor de periódicos. El horario de empleo no le permitía ver sus programas favoritos de televisión, así que convenció a otro chico para que hiciera el trabajo por él a cambio de una parte de su sueldo mensual. Aquello no le agradó a su madre. “Le pareció que estaba yo abusando de ese niño”, recuerda Alfonso con una sonrisa maliciosa.
Las cosas se complicaron cuando llegó a la adolescencia. Según refiere su madre, Alfonso estaba enojado todo el tiempo; le iba mal en la escuela porque padecía dislexia, y se quejaba de que sus maestros lo presionaban para que aprendiera un oficio manual, lo que a él no le interesaba en absoluto. Además, empezó a resentir la ausencia de un padre en su vida. Poco después, abandonó la escuela y buscó una salida en las drogas.
Finalmente, cuando Vida regresó de un viaje a El Salvador, adonde había ido para visitar a su familia, encontró el apartamento casi en ruinas, y una carta del conserje en la que le advertía que sería desalojada si su hijo no abandonaba el edificio. Vida echó de la casa a Alfonso, y durante varios meses no supo nada de él ni dónde encontrarlo. Para entonces, el muchacho ya había cumplido 15 años.
La transformación de Alfonso empezó a ocurrir unos años más tarde, cuando supo que su novia adolescente estaba embarazada. Decidieron tener al bebé —una niña, a la que llamaron Thalía—, y Alfonso regresó a la escuela para aprender a ganarse el sustento y cuidar de su hija. Aunque no vivía con la madre de la pequeña, se convirtió en un padre dedicado que pasaba mucho tiempo con la niña, y en cuanto consiguió un trabajo, empezó a contribuir a su manutención. Hoy Thalía tiene 13 años, vive con su mamá entre semana y pasa los sábados y los domingos con su papá.
Una vez que Alfonso reencauzó su vida personal, su madre lo alentó para que ingresara en la universidad, pero él se había fijado la meta de tener un negocio propio. “Quería que mi hija pudiera decir ‘Mi papá es dueño de un negocio’, en vez de ‘Mi papá es empleado de limpieza en un negocio’”, cuenta. Sin embargo, no sabía a qué giro comercial podría dedicarse. Seguía inmerso en el mundo del hip hop: además de escuchar la música de rap de los estadounidenses Puff Daddy y Snoop Dogg, usaba los pantalones a la cadera y las playeras extragrandes que eran el uniforme en ese ámbito. Como era difícil comprar esta clase de atuendo en la conservadora Ottawa, se dijo:¿Por qué no abrir aquí una tienda de ropa hip hop?
A sus 18 años de edad, sin ningún ahorro y sin saber cómo empezar un negocio, le fue imposible conseguir un préstamo bancario. Como tampoco los prestamistas locales estuvieron dispuestos a darle dinero, recurrió a sus amigos; al final reunió 2,000 dólares, incluidos 500 que le dio su entonces novia y actual esposa, Mónica. Con este capital inicial, alquiló un apartamento en la planta baja de un edificio viejo en una ruinosa sección de la calle Dalhousie. Con puerta a la calle, aquel local era el único escaparate que podía costear.
Para entonces ya tenía un socio, y poco después viajó en su auto con él a la Ciudad de Nueva York para gastar en ropa de imitación el dinero que les quedaba. Pagaron cinco dólares para montar su tienda de campaña en un estacionamiento de casas rodantes en Long Island, y luego fueron a la calle Canal de Manhattan a comprar mercancía. Como se quedaron sin dinero y con muy poca gasolina, pasaron muchos apuros durante el viaje de regreso a Ottawa. Sin embargo, al final llegaron a la ciudad, y al día siguiente, armados con martillos y clavos, colgaron en las paredes del local todas las prendas que habían comprado y abrieron la puerta de su primera tienda de ropa urbana: Rugged Culture.
Su selección de prendas causó furor, y en dos días vendieron todo. Poco después volvieron a Nueva York para comprar más mercancía. A la mitad de nuestro recorrido por Ottawa, Alfonso detiene el auto frente al edificio donde instaló su primera tienda. El local se ha convertido otra vez en un apartamento, y la joven mujer que lo ocupa ahora nos invita a entrar. Alfonso echa un vistazo a la habitación trasera.
—Esto era mi peluquería —dice.
Me cuenta que alguien le regaló un sillón de peluquero, y que hacía “desvanecidos” —el único corte de pelo que conocía— por 10 dólares, lo que pronto le permitió tener una cliente-la habitual. Aquel cuarto también se convirtió en su casa, y en las noches dormía en el sillón reclinable.
Durante tres años ganó sólo lo suficiente para sobrevivir, pero terminó por enamorarse del comercio y sus beneficios: independencia, oportunidades y el nuevo respeto que se había forjado entre la gente. Era tan buen vendedor que, al cabo de seis meses, el local original ya resultaba muy pequeño para sus planes, así que trasladó Rugged Culture a la calle Rideau, una importante zona comercial del centro de Ottawa.
Alfonso se pasaba todo el día persiguiendo a los adolescentes que visitaban los comercios para llevarlos a su tienda y mostrarles su mercancía. Más adelante abrió un segundo establecimiento en la cercana ciudad de Gatineau, y luego expandió su operación a 15 tiendas en franquicia.
Una clave de lo que motiva a este joven empresario se encuentra en el interior de su auto. Alfonso me muestra un disco compacto con lecturas del escritor estadounidense Napoleon Hill, autor de Piense y hágase rico y antecesor de los actuales gurúes de los libros de autoayuda, el cual escribió: “Aquello que la mente puede concebir y creer, puede alcanzarlo”.
Alfonso ha leído o escuchado todo lo escrito o dicho por Hill y sus discípulos, Norman Vincent Peale y Anthony Robbins. Por supuesto, también vio la película El secreto, que habla sobre la ley de atracción y cómo los pensamientos positivos atraen cosas positivas a nuestra vida. De hecho, la charla de Alfonso está salpicada de frases de superación —por ejemplo, “No importa cómo. Si quieres algo, hallarás la manera de lograrlo”—, y reconoce abiertamente la influencia de esos escritores en el desarrollo de su visión empresarial.
Hoy día Alfonso transmite todo lo que ha aprendido a otros jóvenes como él, en su mayoría inmigrantes del Caribe y Sudamérica. Uno de ellos es Junior Timothee, el hermano menor de la madre de su hija Thalía, quien, con dos amigos, abrió su propia franquicia de Rugged Culture.
Timothee, inmigrante haitiano, casado y padre de un niño, se tituló en administración de empresas en el Algonquin College de Ottawa, y entró a trabajar en la oficina fiscal, un empleo que detestaba. Conoció a Alfonso un día en que éste fue a recoger a Thalía para llevarla a su casa a pasar el fin de semana, y poco después empezó a visitar la tienda Rugged Culture del centro de la ciudad. Allí constató el éxito y el orgullo con que el salvadoreño administraba su negocio, y se sintió inspirado a imitarlo. Alfonso le ofreció ayuda económica para que abriera una tienda en Orléans, el vecindario donde Timothee vivía con su familia, en los suburbios de Ottawa.
Alfonso confía en su instinto. Su socio actual en Rugged Culture, Michel Lavoie, es un amigo de la adolescencia que posee un gran sentido de la moda, y por ello es el encargado de casi todas las compras de la empresa y viaja con frecuencia a China para surtirse de mercancía.
Lewis Márquez, otro socio de Alfonso en una nueva empresa de bienes raíces, acudió a él porque le dijeron que era hispano y podía brindarle ayuda. Recién llegado de Venezuela, Márquez quería comprar una casa para su familia, y Alfonso le ayudó a adquirir una que incluía un local de alquiler con el que podría obtener ingresos para pagarla. Eso fue en 2006. Hoy día los dos socios se disponen a ampliar su negocio. “Nos reunimos en una cafetería y hacemos planes para adueñarnos del mundo”, dice Márquez con una enorme sonrisa.
Alfonso siempre está en busca de oportunidades para asesorar a otros,y alienta a sus socios para que apoyen a los jóvenes hispanos que tratan de alcanzar el éxito. “En la vida hay cosas más importantes que el dinero y la fama”, afirma, “como ver la luz que ilumina la mirada de alguien a quien has ayudado a encontrar el camino correcto”. Incluso apoyó a un prometedor estudiante de bachillerato que quería abrir su propia tienda Rugged Culture. Rodrigo Zapata, un inmigrante peruano que ahora tiene 18 años de edad, inauguró su local a los 16. Hoy asiste a clases por la mañana, y en la tarde atiende su pequeña tienda en el centro de Ottawa.
“Queremos ser pilares de nuestra comunidad”, dice Alfonso. Su madre se enorgullece de sus logros, aunque a veces se sorprende de lo diferentes que son ella y su hijo. Para Vida, ganar dinero “no es lo más importante”, pero él insiste en que “si quieres ayudar a los pobres, primero tienes que hacerte rico”. Para explicar la lógica que hay detrás de la ayuda que Alfonso brinda a los demás, Vida señala: “Es que tiene un gran corazón”.