Desde Japón hasta Finlandia, los fanáticos del karaoke cantan sus canciones favoritas a todo pulmón.
Club que alquila cabinas por hora. Un joven llamado Bito tiene el micrófono. Más que cantar, parece que estuviera llamando a su perro con la letra de Hard to Say I’m Sorry, de Chicago.
Bito quizá no sea el peor cantante del mundo, pero podría ser uno de los finalistas. Algunos de sus amigos se tapan las orejas; otro escribe en su celular una fra-se en inglés: “Qué mal oído”.
El dolor, el placer, las poses, el penoso descubrimiento de que fuera de la ducha no suenas como el grupo ABBA: eso es el karaoke. Para bien o para mal, ha democratizado la experiencia de cantar en público.
Aunque muchos lo tachan de frivolidad, el karaoke es un gran negocio. Tan solo en Japón los ingresos anuales de los clubes de karaoke suman más de 4.500 millones de dólares.
Los alegres clientes del Jankara no lo saben, pero el inventor del karaoke está a solo un par de estaciones del subterráneo de distancia. Se llama Daisuke Inoue. Saber que hay un inventor del karaoke sorprende a muchos; es como enterarse de que alguien inventó el hilo negro. Sin embargo, allí está Inoue, en su oficina. Es un hombre sencillo, de sonrisa tímida, barba entrecana, anteojos de metal y saco de pana. Su modestia no parece encajar con su oficio anterior —músico de club nocturno—pero le queda muy bien al hombre que ha hecho brillar a tantos timoratos. En su oficina hay pruebas de su contribución a la historia; además de trofeos y diplomas, hay una cajita de madera: el primer aparato de karaoke.
En 1967, Inoue era un baterista y percusionista de 27 años que luchaba para conseguir trabajo en los clubes de Kobe. Había aprendido a tocar el teclado con sólo tres dedos a fin de acompañar a los clientes con dinero que querían cantar. Un día, en 1969, un ejecutivo cantarín que iba a viajar le pidió que lo acompañara con su teclado. Inoue tuvo otra idea: en un casete de ocho pistas grabó la canción favorita de su cliente, y el hombre quedó encantado.
Inoue atisbó entonces una oportunidad. “Pensé que tal vez podría ganar dinero con eso”, recuerda.
La cajita que construyó en 1969 fue llamada oficialmente 8-Juke, pero en privado él la llamaba karaoke (“sin orquesta presente”), término con que la industria musical japonesa se refiere a las grabaciones de fondo usadas por los cantantes que se presentan sin una banda. Por desgracia, Inoue no paten-tó su invento. “Lo hice con un reproductor de casetes de ocho pistas, un miniamplificador y la caja de un teléfono de monedas”, dice. “Yo no inventé ninguna de esas cosas; sólo las junté”.
Quienes salieron ganando con la omisión de Inoue fueron los empresarios. Como no tenían que pagar regalías, empezaron a fabricar aparatos de karaoke. Al comenzar los años 80, en todo Japón ya había bares y clubes que ofrecían karaoke a todo cliente ansioso por canturrear A mi manera.
Inoue no lamenta haber perdido una fortuna: “Todos ganan dinero menos yo”. Tampoco le parece mal que proliferen cantantes como el joven Bito. “Los profesionales cobran por cantar”, dice. “Aquí pagamos por hacerlo. ¿Por qué no podemos divertirnos?” Cabe señalar que el inventor del karaoke admite ser un pésimo cantante.
En el Súper Jankara, el joven Bito se apiada de todos y le pasa el micrófono a Howell Parry, de Manchester, Inglaterra, quien ofrece una excelente versión de Goodbye, Sweetheart en japonés perfecto. “En mi país, uno canta delante de 100 personas en los bares comunes”, señala. “Si tuviéramos cabinas privadas como ésta, el karaoke sería más popular”.
También las actitudes son distintas. “Mis amigos ingleses no quieren ni saber de esto”, dice. “Aquí es algo serio; la gente incluso practica sola. Cuando alguien pierde el último tren a casa, a menudo va a un bar de karaoke y canta hasta que sale el primer tren de la mañana. Es más barato que ir a un hotel”. Varias empresas dominan la industria japonesa del karaoke. Shidax se ocupa sobre todo de los restaurantes familiares; Daiichikosho maneja la cadena Big Echo y vende aparatos de vanguardia, y Karaokekan se concentra en las grandes plazas.
La mayoría de los clubes alquilan cabinas privadas por hora, lo cual comenzó hace 20 años en la región de Okayama, cuando un granjero instaló un contenedor de carga en un arrozal, lo equipó con un aparato de karaoke y empezó a alquilarlo a los jóvenes. Hoy día las cabinas japonesas están mucho mejor equipadas, aunque no siempre con buen gusto.
Ejemplos de ello son las enormes esferas de discoteca que cuelgan del techo del club Aria Blue, en Osaka, y la cabina equipada con una bañera, donde puedes evaluar no sólo la voz de tus amigos, sino también los rollos de grasa de su cintura. El NariPara, por su parte, ofrece disfraces para añadir ese toque romántico que sólo se puede lograr cuando alguien canta Love Me Tender vestido de ninja. En los pisos temáticos del complejo Shidax, en el distrito Shibuya de Tokio, tampoco se aprecia el refinamiento: en el piso de Blancanieves hay una princesa esculpida de cristal bañada por luz ultravioleta, y en el de Lucía, la princesa sirena, unos murales multicolores con motivos náuticos. Hay también un piso de Alicia en el País de las Maravillas, y otro privado sólo para miembros. Se dice que las estrellas del pop japonesas van allí a relajarse y a cantar un poco. Quizás esto parezca equivalente a su trabajo habitual, pero incluso a los profesio-nales les encanta el karaoke.
Muchas de las cabinas están equipadas con los nuevos aparatos Premier Dam. En ellas, los clientes pagan un poco más para ser calificados por expertos de la industria, e incluso para presentarse en el Uta Suta (“estrella del canto”), programa televisivo en el que los mejores del karaoke compiten por un contrato discográfico.
Este programa permitió a Yusaku Kiyama, de 39 años, vivir la fantasía suprema del karaoke. Tras haberse sometido a una operación de tiroides que habría podido dejarlo sin voz, decidió convertirse en cantante profesional. Hizo una audición en un club Big Echo de Tokio, se presentó en el Uta Suta y finalmente ganó el contrato para grabar un disco. Su primer sencillo, Home, llegó al tercer lugar de la lista de éxitos japonesa.
El karaoke nació en Japón, pero se ha extendido por todo el mundo. Inoue piensa que a quienes más les gusta es a los coreanos. “Cantan muy bien y lo disfrutan mucho”, comenta. Ese gusto tal vez se deba a la arraigada tradi-ción de canto gospel de Corea del Sur, ejemplificada por la imponente Igle-sia Yoido Full Gospel, que se jacta de tener 830.000 miembros y una orquesta completa. Y la empresa Renault Samsung patrocina un concurso anual de canto en este país, algo que la Renault no hace en Francia.
Sea cual sea la razón, a los coreanos les gusta llevar la voz cantante. Una fría noche de febrero en el distrito Jongro de Seúl, las voces retumban en las cabinas privadas del club Rak Karaoke y se oyen como la banda sonora de una película de drogas de los años 60. Minjin Joo y Josh Huewe, estudiantes de la Universidad de Yonsei, piensan hacer algunos duetos. “Los coreanos no son tímidos cuando se trata de cantar”, dice Huewe, oriundo de Wisconsin. “A los estadounidenses les da más miedo”.
Pero no tanto como a los norcoreanos. El régimen dictatorial de Kim Jong-il ha cerrado los bares de karaoke “para frenar a quienes amenazan el sistema socialista”. Si alguien desea visitar uno de esos bares, aún puede hacerlo… en China. Allí, los restaurantes norcoreanos se transforman de noche en bares de karaoke.
La creciente industria china del karaoke también ha tenido problemas con su gobierno. En 2006, el Ministerio de Cultura chino dictó reglas para censurar las letras “subidas de tono” que tanto gustan a sus ciudadanos adictos al karaoke. Entre “las 10 canciones más obscenas” figura el éxito Office, cuya letra dice: “Mira la ropa sobre el escritorio. / ¡Cuántas noches como ésta hemos pasado juntos!”
No hay forma de saber dónde tendrá acogida el karaoke. En Finlandia es un éxito (el Campeonato Mundial de Karaoke de 2008 se celebró en la ciudad de Lahti), pero en otros países occidentales es considerado frívolo y muy japonés, como lo muestra el personaje de Bill Murray cuando canta More Than This en una visita a Tokio, en la película Perdidos en Tokio. Hideo Sekimori, de Daiichikosho, lo atribuye a las diferencias de estilo de vida, al menos en el caso de los Estados Unidos. “En Japón la gente vive hacinada y el ruido es un problema. En lugar de hacer fiestas en casa, preferimos salir. En los Estados Unidos es más fácil recibir visitas y divertirse”.
En Japón la competencia es feroz. La cadena Jankara de Osaka engaña a sus clientes con bebidas gratuitas, y los aparatos nuevos permiten hacer duetos con cantantes que se encuentran en otros clubes.
Mientras que el karaoke japonés se disfruta en lujosos palacios urbanos y elegantes clubes privados, el canadiense es exclusivo de sitios marginales. Y pocos son tan marginales como el bar del Hotel Cobalt de Vancouver. Este local, oscuro y pintarrajeado con graffiti, es sede de un evento llamado Hot Rod’s Scaryoke, que se celebra dos veces a la semana.
La noche de un martes, Wendy 13, la propietaria punk del bar, pone discos en un aparato de karaoke de los años 80, mientras un variopinto grupo de punks y de fanáticos del speed metal berrea canciones de Nirvana, Motorhead y AC/DC. Una joven ataviada con un vestido de manchas de leopardo y un cinturón que parece una cartuchera toma el micrófono y empieza a cantar: “Regrets? I’ve had a few…”
Por supuesto, también aquí alguien tenía que cantar A mi manera.
En la barra hay un hombre flaco con barba y largo pelo negro. Es Chi Pig, cantante de la banda punk SNFU. Se-gún él, el karaoke encarna el mismo espíritu de acción que impulsó al movimiento punk. “Llevo 27 años cantando y aún no sé qué estoy haciendo”, dice. “El karaoke es un escape, una forma de salir de uno mismo. Nadie te dice ‘Qué horror, estuviste terrible’, porque ya le tocará su turno”.
Una prueba viva del enorme impulso que puede dar el karaoke es el joven que ahora está cantando a gritos Whole Lotta Rosie, de AC/DC. Newfie Mike (como lo llaman) empezó a cantar en público en el Scaryoke. Un día hubo un concurso, y como su madre se encontraba en el bar, cantó para ella un clásico de Guns N’ Roses: Sweet Child o’ Mine. Ganó, y ahora es el líder de la banda East Side Death Squad. El karaoke y un poco de confianza en uno mismo pueden llevarte lejos.
El gran invento de Daisuke Inoue jamás lo volverá rico, pero lo ha hecho famoso. Su historia fue contada en la película japonesa Karaoke, y en una biografía escrita por Eiji Kinoshita. Además, Inoue recibió el Premio Ig Nobel, la versión en broma del Nobel verdadero. Una multitud de científicos y académicos lo ovacionó como si fuera una estrella de rock cuando aceptó la distinción en la Universidad Harvard, en 2004. Después, un coro formado por ganadores del auténtico Premio Nobel cantó Can’t Take My Eyes Off of You, que finalmente entonó con emoción todo el público.
Hace poco Inoue fue honrado en los Premios Krone der Volksmusik, en Alemania. Frente a una enorme audiencia televisiva, fue reconocido por su contribución a la industria musical. El trofeo que le entregaron adorna su escritorio, y aunque se siente orgulloso de él, señala que no es de oro genuino. Tal parece que el oro siempre se le escapa.
Una noche de lunes, cerca de la oficina de Inoue, una multitud ronda por el distrito Umeda de Osaka. En una esquina, una joven levanta un cartel que señala el camino al Palacio del Karaoke Súper Jankara. En el edificio, dos empleadas miran una foto de Inoue. No lo reconocen y su nombre no les suena en absoluto. Pero al saber de sus méritos, la joven Yoshida Misato, sorprendida, comenta: “Si no fuera por él, no estaríamos trabajando aquí”.