El día de nuestro casamiento estábamos radiantes de alegría… hasta que nos subimos a un globo aerostático.
Jai y yo nos casamos al pie de un roble centenario en el jardín de una famosa mansión victoriana, en Pittsburgh, Pensilvania. Fue una boda pequeña, pero yo tenía ya 37 años cuando, en el otoño de 1998, conocí a esta hermosa mujer. Ella tenía 31 y estaba cursando estudios de posgrado en literatura comparada. Como me había llevado tanto tiempo encontrar a la persona adecuada, quería declararle mi amor con bombos y platillos, y ella estuvo de acuerdo en que nuestro matrimonio comenzara de manera por demás fastuosa.
No salimos de la recepción en un auto con las consabidas latas colgadas detrás y repiqueteando por el pavimento. Tampoco nos fuimos en un carruaje tirado por caballos. En vez de eso, nos metimos en la barquilla de un enorme globo aerostático multicolor que nos transportó hacia las nubes mientras nuestros amigos y seres queridos agitaban la mano para despedirse y desearnos buen viaje. ¡Qué momento para una foto!
Cuando subimos a la barquilla, Jai estaba radiante. “Es como un final de cuento de hadas en una película de Disney”, me dijo.
Pero conforme el globo ascendía, iba chocando con las ramas de los árboles. No sonaba como el incendio del Hindenburg, pero sí nos puso un tanto nerviosos.
—No se preocupen —dijo el hombre que piloteaba el globo—. Por lo general no pasa nada cuando pasamos entre las ramas.
¿Cómo que “por lo general”? Además, habíamos despegado un poco más tarde de lo previsto, y el piloto explicó que eso podía complicar las cosas todavía más. Sin ir más lejos, ya empezaba a oscurecer. Y el viento había cambiado de dirección.
—En realidad yo no tengo ningún control sobre el rumbo que tomemos. Estamos a merced del viento—agregó—, pero creo que nos va a ir bien.
El globo sobrevolaba el centro de Pittsburgh, y desde la barquilla se dominaban los tres ríos de la ciudad. No era allí donde el piloto quería estar, y me di cuenta de su preocupación.
—No hay dónde aterrizar —dijo en voz baja, casi para sí mismo. Luego se dirigió a nosotros—: Tenemos que seguir buscando.
Los recién casados ya no disfrutaban la vista. Los tres tripulantes del globo escudriñábamos el intrincado paisaje urbano en busca de una amplia zona abierta donde bajar. Por fin llegamos a los suburbios; el piloto divisó un campo grande a lo lejos y se propuso posar allí el globo.
—Esta maniobra debería dar resultado —dijo.
Empezó a descender velozmente, y yo me puse a observar el campo: parecía ser bastante amplio, pero vi que por uno de los costados corría una vía férrea. La fui recorriendo con los ojos y… venía un tren. En ese momento dejé a un costado mi papel de novio y asumí el de ingeniero.
—Oiga, creo que se está presentando una variable —le dije al piloto.
—¿Una variable? —repuso él—. ¿Así se refieren ustedes los informáticos a un problema?
—Exacto. ¿Qué pasaría si chocáramos con el tren?
Me contestó con franqueza: estábamos dentro de la barquilla del globo, y las probabilidades de que ésta chocara con el tren eran mínimas. Sin embargo, había que considerar el riesgo de que el globo propiamente dicho cayera sobre la vía férrea al aterrizar. Si el tren, que iba a toda velocidad, se enredaba con él, nos arrastraría dentro de la barquilla Dios sabe hasta dónde, y en tal caso era probable que sufriéramos lesiones graves.
—En cuanto este armatoste toque tierra, corran lo más rápido que puedan —concluyó.
No eran precisamente las palabras que la mayoría de las novias sueñan con escuchar el día de su boda. En pocas palabras, Jai había dejado de sentirse como una princesa de Disney. Y yo ya me veía como el héroe de una película de desastre, ideando la manera de salvar a su flamante esposa de la desgracia que se avecinaba.
Miré al piloto a los ojos. Normalmente confío en quienes se dedican a una especialidad distinta de la mía, pero en el semblante de ese hombre vi algo más que simple preocupación. Vi miedo, y un pánico incipiente. Me dirigí hacia Jai y le confesé que nuestro matrimonio había sido un placer… hasta entonces.
Mientras el globo continuaba su vertiginosa carrera hacia abajo, me puse a calcular la velocidad a la que tendríamos que salir de la barquilla y correr para salvar la vida. Supuse que el piloto podía arreglárselas solo y, si no podía, de todas maneras pensaba ocuparme antes que nada de Jai. A ella la amaba. A él acababa de conocerlo.
El piloto no paraba de hacer escapar aire caliente del globo, ni de mover cuantas palancas había en la barquilla. Quería aterrizar cuanto antes, no importaba dónde. Llegados a ese punto resultaría mejor caer sobre una casa que sobre el tren.
¡Zas! Aterrizaje forzoso en campo abierto. La barquilla recibió un fuerte impacto, rebotó varias veces, zangoloteándonos en su interior, y al fin quedó casi volcada sobre un costado. En cuestión de segundos el globo acabó de desinflarse y cayó lacio al suelo. Por suerte no alcanzó el tren en movimiento. Los automovilistas que circulaban por una ruta próxima y presenciaron nuestro aterrizaje se detuvieron y acudieron en nuestra ayuda corriendo. ¡Qué escena! Jai con su vestido de novia, yo con mi traje, el globo desinflado, el piloto con expresión de alivio.
Estábamos bastante nerviosos. Mi amigo Jack nos había seguido en auto y, cuando nos alcanzó, no cabía en sí de alegría al ver que estábamos sanos y salvos después de nuestra experiencia cercana a la muerte.
Mientras el piloto cargaba el globo en su camioneta, pasamos un buen rato sobreponiéndonos a aquel recordatorio de que incluso las aventuras propias de los cuentos de hadas tienen sus riesgos. Luego, cuando Jack estaba a punto de llevarnos a casa, el piloto se nos acercó.
—Esperen, pidieron el paquete de bodas, ¡que incluye una botella de champán! —exclamó, dándonos un champán barato—. ¡Felicidades!
Le dirigimos una sonrisa desganada y le dimos las gracias.