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La vida antes del lavarropas

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Hasta el siglo XVIII, incluso en los hogares ricos se lavaba la ropa una vez al mes.

La vida antes del lavarropas

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La colada ha sido siempre una tarea ingrata en el mejor de los casos, y una maldición en el peor. Samuel Pepys, el gran escritor de diarios inglés, así lo afirmaba en su anotación del 4 de abril de 1666: «Cuando toca colada cenamos carne fría». Pero su descontento con la cena era una nimiedad comparado con el suplicio de lavar la ropa.

El procedimiento fue básicamente el mismo durante cientos de años, y hasta que no aparecieron los primeros lavarropas, alrededor de 1860, prácticamente toda la ropa se lavaba trabajosamente a mano. Una hora en el pilón equivalía a una hora de natación a ritmo de carrera; era un trabajo tan agotador que hoy se considera causa de numerosas enfermedades.

El mejor modo de abordar la tarea era retrasarla todo lo posible. Hasta el siglo XVIII, incluso en los hogares ricos se lavaba la ropa una vez al mes. La gente disimulaba el mal olor con perfumes y desodorantes.

Una norma para los ricos

Los que podían permitírselo contrataban lavanderas o enviaban la ropa a lavar fuera de casa. Fue así como surgió el gremio de las lavanderas, famosas por su fuerza física y su lenguaje soez, que animaban los lavaderos públicos de pueblos y ciudades. Los lavaderos se encontraban junto a cauces de agua corriente, que se canalizaba con grandes tuberías y se calentaba con hogueras. Las mujeres escurrían la colada con sus propias manos, usaban jabón elaborado con grasa animal y hervido con lejía y restregaban la ropa sobre una tabla. Una vez escurrida, la ropa se colgaba en tendederos comunitarios.

Esta costumbre cambió hacia finales del siglo XVIII. La gente pudo entonces cambiarse de ropa más a menudo, al abaratarse el precio de la tela con la Revolución Industrial, lo que también hizo que aumentase el volumen de la colada. Las mujeres usaban como mínimo tres capas de ropa interior y lo normal era lavarlas una vez a la semana. Resultaba más económico hacer la colada en casa, si bien las lavanderías siguieron floreciendo en las grandes ciudades.

Ritos del lavado

Hacia el siglo XIX las mejores lavanderías privadas tenían el suelo de piedra, pilones de ladrillo y un canal de desagüe. La colada se hacía en tinas de madera, algunas con grifos de agua caliente y fría. Durante el invierno, y en las ciudades que carecían de tendederos públicos, la ropa se colgaba en tendederos de madera y se dejaba secar en una habitación calentada por un horno. El lunes se clasificaba la ropa en montones de blanco, color y lana. Las doncellas quitaban los lazos, encajes y botones, demasiado delicados para sobrevivir al lavado, y frotaban previamente las manchas de grasa con lejía. La ropa se dejaba a remojo en agua tibia con sosa. El martes se encendían las calderas. La ropa blanca se lavaba al menos tres veces por separado, con jabón y en agua muy caliente (todo lo que la mano pudiera soportar); la ropa de color y la de lana se lavaban en agua fría, para evitar que destiñera o encogiera.

Escurrido y planchado

La escurridora fue diseñada por George Jee en 1779. La ropa pasaba entre dos rodillos accionados por una manivela. Los rodillos eliminaban el exceso de agua y daban a las sábanas un primer estirado. En 1850 estas máquinas se vendían en todas partes. Cuando la ropa estaba casi seca se planchaba sobre una superficie cubierta con una manta, con planchas de hierro calentadas al fuego.

Tablas y tinas

Hasta mediados del siglo XIX las tablas, las tinas y los demás útiles para la colada eran principalmente de madera. Para hacerla resistente al agua, la madera se dejaba secar durante 18 meses antes de usarse. Las nuevas tablas de lavar, de zinc, hierro o vidrio, tuvieron una excelente acogida. Los primeros inventos para aliviar esta dura tarea aparecieron en 1691, cuando en Inglaterra se patentó la primera máquina de lavar. Estas máquinas constaban básicamente de un tonel con paletas en su interior. El tonel se llenaba de ropa y una manivela hacía girar las paletas. Sin embargo, estas máquinas se estropeaban enseguida y destrozaban frecuentemente la ropa.

La tediosa tarea de lavar la ropa apenas cambió hasta la aparición de los primeros lavarropas eléctricos, en 1906. Pero la proximidad del agua y la electricidad hizo que en un principio resultasen peligrosas y fueran miradas con prevención por sus usuarias.

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