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La maleta de Hana

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Gastada y con olor a humedad, viajó desde Auschwitz hasta Japón, llevando un mensaje de esperanza. Publicada originalmente en marzo de 2004.

Era un día fresco de octubre en 1944 cuando la pequeña Hana Brady, de 13 años, bajó de su litera en la barraca de Kinderheim en Theresienstadt, el campo de concentración en Checos-lovaquia, donde había pasado más de dos años. Se habían oído rumores de que los nazis estaban acelerando la deportación de los niños de los campos, por eso cada mañana corría por el pasillo para verificar las listas de los que debían partir en el siguiente tren hacia el este. Con el corazón agitado, recorría con el dedo las columnas de nombres. De repente, vio el suyo.

Nadie le decía hacia dónde se dirigían los trenes, pero a pesar de la confusión que dominaba su mente, la consolaba una idea: se reuniría con George, su querido hermano de 16 años, que había partido en el mismo tren cuatro semanas atrás.

Esa noche abrió su maleta de cuero marrón y empacó algunos de sus dibujos favoritos y su ropa. Se restregó la cara, se lavó el cabello y lo sujetó en una cola de caballo.

La mañana siguiente, con un grupo de amigas judías, fue arreada dentro de un vagón. Durante todo el día y hasta la noche, el tren resopló lentamente hacia el este, atravesando el campo desértico. No había comida ni agua a bordo, y tampoco sanitarios.

En medio de la noche, el 23 de octubre de 1944, después de cruzar el límite con Polonia, el tren se detuvo tras un chirrido, las puertas se abrieron y un guardia ordenó a las niñas que bajaran del vagón y esperaran en la oscuridad. Hana había llegado a Auschwitz, el campo de concentración nazi más infame.

 

Tan solo 13 años atrás, el 16 de mayo de 1931, Hana había nacido en el pueblo checo de Nové Mesto. Ella y George crecieron en el seno de una familia cálida y amorosa encabezada por su padre, Karel, que era propietario de un almacén de ramos generales en el centro del pueblo, y su madre, Marketa, que ayudaba en la atención a los clientes. Hana disfrutaba de una vida feliz, jugando con George, sus dos gatos y su amado perro lobo, Sylva. Los veranos estaban repletos de picnics en el campo, los inviernos de paseos en trineo y viajes de esquí a campo traviesa en las cumbres cercanas.

Pero hubo algo, sin embargo, que separó a la familia Brady: eran judíos, una de las únicas tres familias judías del pueblo. Excepto por George que había realizado algunos estudios semanales sobre su religión, los niños Brady no se sentían diferentes a sus amigos. Y nadie parecía tratarlos de manera diferente.

El 15 de marzo de 1939, su idílica existencia se hizo añicos. Los ejércitos de Hitler marcharon hacia Checoslovaquia e impusieron reglas estrictas para los judíos.

Podían salir de sus casas solo en ciertos horarios y comprar únicamente en determinados momentos. Tenían que llevar una estrella de tela amarilla prendida en sus abrigos. En la estrella se veía la palabra Jude – judío. La radio de los Brady, su única conexión con las noticias sobre el mundo, fue confiscada.

Hana y George, que en ese entonces tenían solo 8 y 11 años, no podían ir al cine, al parque ni a los eventos deportivos. Y se les prohibió asistir a la escuela, por lo que su madre contrató a tutores para que los instruyeran en su casa. Frente a dicho acoso, los dos niños desarrollaron un lazo especial entre sí. Pero aún faltaba lo peor.

 

En marzo de 1941, la Gestapo
arrestó a su madre. La familia se enteró de que la enviaban a Ravensbrück, un campo de concentración para mujeres en Alemania. Poco después, arrestaron a su padre. Un conocido suyo se había atrevido a desafiar las restricciones, se negó a recortar la estrella y en cambio, colocó toda la tela sobre su abrigo. Este acto hizo que el oficial nazi arrestara a todos los hombres judíos del pueblo. Karel Brady abrazó a sus hijos, les dijo que fueran valientes y se fue.

Devastados, Hana y George fueron a vivir con su tío Ludvik, un cristiano que se había casado con su tía Heda, la hermana de su padre. Cada uno se llevó algunas prendas en una maleta. Hana eligió su favorita, una maleta marrón grande forrada en tela a lunares. Antes de que los nazis confiscaran el departamento de sus padres, George recolectó las fotos familiares y las escondió en la casa de su tío.

 

La campaña de terror de los nazis continuó. El 14 de mayo de 1942, la Gestapo ordenó que Hana y George fueran trasladados a un campo de concentración a unos 50 km de distancia. Allí, abordaron el tren hacia Theresienstadt, una antigua guarnición con enormes fortificaciones de ladrillos rojos. Al estallar la guerra, los nazis la habían transformado en un campo transitorio para 50.000 prisioneros, muchos de los cuales eran niños, cuyo destino final sería Auschwitz.

George fue enviado a las barracas para niños y trabajó con un plomero que le enseñó el oficio. Hana fue a otro edificio llamado Kinderheim L410, a medio kilómetro de distancia. La comida escaseaba, dormían en literas de tres pisos en barracas frías y convivían con los insectos y las ratas. Hana anhelaba ver a su hermano, pero solo después de varias semanas se le permitió verlo durante dos preciadas horas a la semana. Hana siempre llevaba parte de su ración de pan para compartirla con George, ya que pensaba que él lo necesitaba más que ella.

Al pasar los meses, más y más judíos se acumulaban en el campo. Las raciones de comida se reducían. Las enfermedades se propagaban. En septiembre de 1944, los nazis notaron que estaban perdiendo la guerra y por eso aceleraron las deportaciones en vagones hacia Auschwitz.

Un día, Hana recibió la noticia que más temía, el nombre de George apareció en la lista de deportación. Antes de irse, trató de consolarla. Le dijo que se había prometido a sí mismo que la llevaría a casa nuevamente y que estaría segura. “No voy a romper mi promesa”, le aseguró.

 

George Brady pasó cinco meses espantosos en Auschwitz, soportando largas horas de arduo trabajo, con una alimentación paupérrima y viendo cada día como las personas eran llevadas a las cámaras de gas. Milagrosamente, sobrevivió. Cuando dejó Auschwitz en enero de 1945, fue liberado como un niño demacrado de 17 años.

Tras su liberación, George viajó a pie y en tren y finalmente llegó a su hogar en mayo de 1945. Allí encontró a la familia del tío Ludvik, quienes le transmitieron la desgarradora verdad: su madre y su padre habían muerto en Auschwitz en 1942. Y no tenían noticias de Hana.

Durante meses, George buscó a su hermana. Investigó en Praga, pero nadie podía ayudarlo. Le preguntó a cada sobreviviente de Auschwitz que había conocido si la habían visto. Sabía que había sido llevada a Auschwitz e internamente sentía que no había sobrevivido. Pero no perdió la esperanza.

Un día, mientras caminaba por una calle de Praga, una adolescente lo hizo detenerse. Había sido amiga de Hana en Theresienstadt y reconoció a George. Fue ella la que le dio la temida noticia: Hana había muerto en las cámaras de gas de Auschwitz un día después de llegar.

En 1951, en busca de una nueva vida, George emigró hacia Toronto. Un año más tarde, se encontró con otro sobreviviente del Holocausto y establecieron una exitosa empresa de plomería. Se casó y se convirtió en padre de tres varones y una niña. Pero nunca olvidó a su hermana. Tenía pesadillas recurrentes sobre ella y vivía acechado por el hecho de que no había podido cumplir su promesa.

 

Medio siglo después, en agosto de 2000, George Brady, de 72 años, recogió la correspondencia matutina en la puerta de su casa en North Toronto. Entre la pila de facturas, vio un sobre marrón grande cubierto con estampillas japonesas. No conozco a nadie en Japón, pensó mientras abría el sobre.

Adentro, encontró una extensa carta de una joven japonesa, Fumiko Ishioka. Preocupada por la escalada de acoso escolar y violencia entre los alumnos de las escuelas japonesas, Fumiko y un grupo de amigos decidieron que los niños podían aprender lecciones valiosas del Holocausto, “para pensar sobre el valor de la vida, de otras religiones y culturas y para valorar las diferencias entre las personas”.

Fumiko sabía poco sobre el Holocausto antes de ahondar en el proyecto. Al crecer en Japón, nunca había conocido a judíos y sus padres nunca le hablaron sobre la guerra. Su libro de historia de la escuela secundaria solo dedicaba tres líneas al tema. “Hasta hace poco tiempo, las personas en Japón ni siquiera conocían la palabra Holocausto”, dice. “Leímos El diario de Anna Frank en la escuela. Pero en realidad no pensamos por qué había sido asesinada”.

Fue una visita al Museo Conmemorativo del Holocausto en Washington, DC, y su primer encuentro con sobrevivientes del Holocausto lo que llamaron su atención de inmediato. “Más que por las historias que contaron, me impresionó lo que eran ahora, su esperanza, su fe en la vida y el amor. Esa reunión realmente me impulsó a actuar”.

Fumiko y sus amigos alquilaron una habitación en el centro de Tokio, recolectaron libros y paneles de fotos y, en octubre de 1998, abrieron el Centro de Recursos Educativos para Niños sobre el Holocausto. Pero Fumiko no estaba satisfecha con las exhibiciones sin vida. Deseaba revivir el Holocausto con artefactos gráficos directamente relacionados con su horror.

Después de un viaje a Israel, durante el que trabajó como intérprete en una conferencia, Fumiko decidió volver a casa a través de Europa y visitar el museo del Holocausto en Auschwitz. “Le pedí al curador un zapato y una maleta que habían pertenecido a un niño asesinado en las cámaras de gas. Pensé que esas pertenencias mostrarían cómo estos niños judíos podían llevar solo una maleta cuando eran deportados. Y que ayudarían a nuestros niños a comprender cuán angustioso había sido su viaje”.

Varias semanas después, llegó una caja grande al centro. Adentro, Fumiko encontró una media y un zapato de niño, un suéter de niño, una lata de gas venenoso Zyklon B y una maleta marrón vieja con un forro a lunares. “Cuando la abrí tenía el olor a moho típico del cuero viejo. En la parte superior, escrito con pintura blanca, estaba el nombre Hana Brady, y debajo estaba su fecha de nacimiento, 16 de mayo de 1931, y la palabra alemana waisenkind (huérfana)”.

Los niños estaban entusiasmados con la maleta. Escribieron poemas e historias sobre ella. Hicieron dibujos de ella. La expusieron en una vitrina para que los visitantes pudieran verla. Pero todo el tiempo insistían a Fumiko: ¿Quién fue Hana Brady? ¿Cómo se veía? ¿Cómo había sido su vida?

“Yo también sentía curiosidad sobre esta pequeña niña”, dice Fumiko. “Tenía que encontrar las respuestas”.

Entonces escribió a los museos del Holocausto en Israel y en Washington, pidiendo cualquier información disponible sobre Hana Brady. No tenían ninguna pista.

Volvió a escribir a Auschwitz y, después de una gran demora, le dijeron que habían encontrado una lista que indicaba que Hana había sido trasladada a Auschwitz desde Theresienstadt. “Sabía que las niñas pequeñas de Theresienstadt hacían muchos dibujos”, afirma Fumiko. “Por eso pensé que Hana, que en ese momento tendría 11 o 12 años, podría haber sido una de ellas”.

Fumiko se puso en contacto con el Museo Checo del Gueto de Terezín para averiguar si tenían información sobre los dibujos de Hana. “La tenían, y estaba muy emocionada cuando me enviaron copias de cinco de sus hermosos dibujos, cada uno con su nombre escrito a mano en la esquina superior.

“Ahora tenía que seguir buscándola”.

Gracias a otro trabajo de traducción, esta vez en Europa, Fumiko fue a visitar el Museo de Terezín en persona. Llegó a Praga e hizo una escala de un día solamente y luego tomó un ómnibus que la llevó a Terezín. Allí, afortunadamente, conoció a Ludmilá Chladková, la servicial jefa del departamento de educación del museo.

Con la ayuda de Ludmilá, Fumiko repasó largas listas de registros de transporte, páginas amarillentas de papeles sueltos que mostraban los detalles de más de 90.000 prisioneros enviados a Auschwitz y a otros lugares.

“De repente, ahí estaba su nombre: Hana Brady”, dijo Fumiko, sonriendo mientras recordaba. “Una pequeña marca junto a su nombre indicaba que había muerto, pero junto a eso noté que había otro Brady, George Brady, que era tres años mayor, y que no tenía una marca”.

¿Sería este el hermano de Hana?, se preguntaba.

Ludmilá se detuvo a pensar. “Podrían ser hermanos. Brady no es un apellido común. Tenían casi la misma edad y venían del mismo pueblo”, dijo.

¿Sabía dónde vivía George?

Ludmilá investigó más listas y de pronto vio el nombre de Kurt Kotouc, un hombre que, según creía, había compartido una litera con George Brady. Faltando pocas horas para su partida, Fumiko se subió al ómnibus de regreso a Praga y se apresuró para llegar al Museo Judío de Praga. Allí, el curador hizo algunas llamadas telefónicas. Sí, Kotouc estaba vivo y vivía en Praga.

El curador finalmente contactó a Kotouc, quien accedió a reunirse con Fumiko. “Me dijo que en efecto conocía a George. Que estaba vivo y que vivía en Toronto. Me dio la dirección de George y se fue”.

 

Fumiko regresó a Japón y le escribió de inmediato a George Brady, pidiéndole información sobre Hana. “Estaba nerviosa de escribirle. Tenía miedo de que se molestara por hacerlo recordar a su hermana”.

No era necesario preocuparse. George Brady estaba tan conmovido por la carta de Fumiko que no solo le respondió, dándole detalles sobre su hermana y su idílica vida en Nové Mesto, sino que también le envió fotos de su bella hermana rubia de la caja que había guardado.

Fumiko lanzó una exclamación al recibir la carta. “Me temblaban las manos al leer sobre Hana y su familia. Finalmente, supe qué tipo de niña había sido en sus días felices”.

Tras trabajar durante largas horas, montó las fotos y los dibujos y recopiló las historias sobre Hana en un cuadernillo que los niños ilustraron. También construyeron una plataforma para exhibir el artefacto más importante, la maleta de Hana. Después de semanas de preparación, se inauguró la exhibición: “La maleta de Hana”. Ya ha viajado a 25 lugares en todo Japón, ha estado en Canadá y ha sido vista por más de 20.000 personas. Fumiko desea que Hana y su maleta sean un símbolo de la muerte de un niño desconocido, y también de la vida.

 

En febrero de 2001, George Brady, que entonces tenía 73 años, y su hija de 17 años, Lara Hana aceptaron una invitación para visitar a Fumiko en Tokio. Cuando los Brady llegaron al museo, los niños se apresuraron para bañarlos con flores de papel y miles de grullas de papel, un símbolo de la paz. Luego, Fumiko tomó a George del brazo y lo llevó al área de exhibición. Allí, por primera vez en más de medio siglo, vio la maleta de su hermana con su nombre, Hana Brady, escrito en la parte superior en letras blancas gruesas. Lo conmovió hasta las lágrimas.

Antes de partir, George les dijo a los niños que su hermana deseaba ser maestra. “Y ahora, gracias a Fumiko y a ustedes, Hana hizo realidad su sueño”.

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