Existe un nuevo tratamiento y más tiempo para ayudar a los pacientes con esta lesión.
En Julio de 2015
Florence Baudouin, de 45 años, despertó en la cama de un hospital en París.
Estaba conectada a máquinas que parpadeaban y pitaban.
Según sus últimos
recuerdos, se había desplomado en la calle y, poco después llegó un helicóptero
con enfermeros que le insistieron en no dormirse. Eso fue lo último que supo.
Descubrió que
había olvidado cómo hablar. En realidad, eran muy pocas las cosas que aún
parecían funcionar. “Mi cerebro era incapaz de darle órdenes a mi cuerpo”,
señala.
Florence había
sufrido un accidente cerebrovascular (ACV), también llamado evento vascular
cerebral, ictus, infarto o derrame cerebral.
Casi uno de cada
seis hombres y una de cada cinco mujeres se enfrentarán a esta situación alguna
vez en la vida. Es la segunda causa más frecuente de muerte en el mundo, solo
por detrás del infarto de miocardio, y se cobra casi siete millones de vidas al
año. También es la principal causa de discapacidad de largo plazo, según un
artículo publicado en julio de 2018 en el European Stroke Journal.
Y a todo esto, ¿qué es un ACC?
La variante más
común, que fue la que afectó a Florence, se conoce como ACV isquémico y sucede
cuando un coágulo obstruye la circulación sanguínea en alguna de las arterias
cerebrales. Estos coágulos suelen formarse donde se rompe una placa de ateroma.
El 85 por ciento de los casos de ACV son de tipo isquémico. Los síntomas
aparecen de modo repentino y dramático cuando la sangre, que lleva la fuente de
vida (oxígeno), deja de fluir libremente a causa de un tapón.
El ACV
hemorrágico, responsable de casi el 15 por ciento de los casos, se presenta por
la ruptura de uno de los vasos que irrigan el cerebro.
Los expertos en
ACV tienen un dicho: el tiempo es cerebro. Y es que, a falta de oxígeno, las
células de este órgano, que reciben el nombre de neuronas, mueren a una
velocidad alarmante: 1,9 millones por minuto. Esas células se desconectan y
dejan de llevar a cabo sus funciones. Los pacientes afectados por un ACV grave
pierden de pronto la capacidad de mantenerse en pie, ver o mover una mano, un
brazo o una pierna. Se suele debilitar o apagar un lado del cuerpo (el lado
contrario al hemisferio cerebral donde ocurre el infarto). La mitad de la cara
puede quedar caída. Algunas personas pierden el habla o terminan arrastrando
las palabras.En el hospital, los médicos le administraron un trombolítico (tPA, activador tisular del plasminógeno) por vía intravenosa. El procedimiento, conocido como trombólisis, es capaz de frenar el ACV en seco, ya que el medicamento disuelve el coágulo químicamente y permite que la sangre circule sin contratiempos para minimizar el daño neurológico.
Sin embargo, la trombólisis no es para todo el mundo, explica Keith Muir, catedrático de Radiología Clínica en la Universidad de Glasgow, Escocia. Según el doctor Muir, si se administra en los 90 minutos posteriores a la aparición de los síntomas, alrededor de una de cada cinco personas responderán muy bien y se irán a casa con pocas o nulas secuelas. “Si se administra en los 90 minutos que siguen, solo una de cada diez personas obtendrá el beneficio. Y si la espera se prolonga otros 90 minutos, solo uno de cada 20 pacientes sacará provecho del tratamiento. Después, deja de surtir efecto”. El uso del producto se asocia a un elevado riesgo de hemorragia cerebral, y si las neuronas que obtienen su aporte sanguíneo de la arteria afectada ya no son viables debido al prolongado tiempo de espera, el riesgo de hemorragia es demasiado grande y supera el beneficio.
Aunque se administre de inmediato, los trombolíticos no siempre son 100 por cien eficaces. “Cuando hay coágulos en las arterias cerebrales de mayor tamaño, cerca del tronco principal, el tPA casi nunca funciona tan bien”, explica el doctor Raúl Nogueira, catedrático de Neurología en la facultad de medicina de la Universidad estadounidense Emory en Atlanta, Estados Unidos.
Florence tuvo suerte. Tras el procedimiento, despertó aún sin poder hablar; pero el tPA evitó mayores lesiones en el cerebro.
Llegar al hospital cuanto antes es crucial
A sus 45 años, el
ingeniero medioambiental alemán Jan Heussen recuerda aquella mañana de finales
de abril de 2016. El día había empezado como cualquier otro. Alrededor de las 7
de la mañana, fue a preparar el desayuno de su familia. Se desplomó mientras le
daba de comer a su perro.
Tras oír un
ruido, su mujer fue corriendo. Llamó a una ambulancia. Los médicos dijeron que
había sufrido un ACV isquémico e inició el tratamiento con trombolíticos en
seguida.
Pero el tPA no
disolvió el coágulo como se esperaba. El tiempo seguía corriendo, así que los
médicos trasladaron de inmediato a Jan a un hospital más grande, que contaba
con el equipo necesario para llevar a cabo un novedoso procedimiento llamado
trombectomía, por el que los cirujanos pasan una pequeña endoprótesis vascular
(stent) o un dispositivo de succión a través de un tubo que llega hasta la
arteria obstruida. Una vez que alcanza el coágulo, el dispositivo lo atrapa y
lo saca o succiona.
Habían pasado
tres horas desde el ictus. Lo primero fue pedir imágenes del cerebro del
paciente para ubicar el coágulo con exactitud. Después insertaron el
dispositivo de trombectomía en la arteria para destaparla y, al hacerlo,
probablemente salvaron su vida.
Hasta hace muy
poco, los expertos solían creer que el margen de tiempo disponible para
practicar la trombectomía era casi tan breve como el del tPA: seis horas como
máximo. Y por lo general es cierto. Sin embargo, según estudios recientes, en
el 30 por ciento de las víctimas de ACV grave, la sangre se desvía en cantidad
suficiente hacia otros vasos más pequeños para superar el bloqueo y desacelerar
la destrucción, lo cual puede prolongar el período de tiempo disponible para
iniciar el tratamiento. Con objeto de identificar a los pacientes que están
sacando provecho de esta “circulación colateral”, los médicos utilizan imágenes
especializadas del cerebro. En algunas ocasiones, los cirujanos practican
trombectomías hasta 24 horas después del inicio del ACV.
El Dr. Nogueira
advierte que “[con la circulación colateral] se gana tiempo, pero el cerebro
sigue muriendo”. El pronóstico para un mismo paciente puede ser bueno si recibe
atención médica en las seis horas posteriores al ACV y malo si el tratamiento
se demora dos horas.
Tras despertar de
la trombectomía, Jan sintió un profundo alivio al comprobar que ya podía mover
un poco la pierna y el brazo derechos, cosa que le habría sido imposible
después de desplomarse. No obstante, en cuestión de horas volvió a perder la
movilidad. Estaban completamente paralizados.
Le había dado un
segundo ACV. Cuando una persona sufre un primer infarto cerebral, el riesgo de
otro evento de la misma naturaleza se eleva, en especial si los factores de
riesgo iniciales se mantienen sin cambios. Ese peligro persiste incluso diez
años después del primer ACV. Tras practicar una segunda trombectomía, estabilizar
a Jan y dejarlo en coma inducido 48 horas para ayudar a su recuperación, los
médicos descubrieron la causa en un ecocardiograma: tenía un orificio en las
cavidades cardíacas superiores, tal vez de nacimiento. Eso detonaba la
formación de coágulos, que posteriormente viajaban por una arteria hasta el
cerebro, donde obstruían la circulación. Aunque muchos hospitales no están
preparados para ofrecer los novedosos tratamientos de trombectomía y su oferta
terapéutica suele limitarse a la trombólisis con tPA, según el doctor Danilo
Toni, director de la Unidad de ACV del Departamento de Urgencias en el Hospital
Policlínico de Roma, Italia, aquí no se trata de elegir. “Distintos estudios
aleatorios comparativos han confirmado la eficacia de la trombectomía por
encima de la trombólisis”. De acuerdo con el experto, directrices recientes
recomiendan emplear ambos, salvo en aquellos casos en los que el riesgo de
administrar trombolíticos sea demasiado elevado. Un medicamento común que no
les recetaron es la fluoxetina, que mejora las habilidades motoras de modo
significativo tras un ACV. Al parecer, este efecto se debe a que la sustancia
promueve la formación de conexiones entre las neuronas lesionadas y las
intactas.
La recuperación,
un trabajo duro para los pacientes
Aunque los
médicos evitaron que se produjera mayor daño cerebral, Jan y Florence tuvieron
que experimentar el desaliento de la discapacidad.
“Cuando desperté,
no sabía hablar. Tampoco podía leer ni escribir. Ni siquiera recordaba cómo comer”,
recuerda Florence. “Era como un niño que necesita aprenderlo todo”. Pero a
pesar de eso “estaba decidida a recuperarme por completo”, recuerda. “Ese era
mi objetivo. Esa era mi esperanza”.
Los síntomas
arrojaban poca luz. Friedhelm Hummel, profesor de Neurociencia Clínica en la
facultad de medicina de la Universidad de Ginebra, Suiza, señala que aunque las
secuelas parezcan similares a primera vista, suele haber importantes
diferencias en cuanto al grado, área y tipo de lesión. Y son esas diferencias
las que determinan si una persona podrá retomar su vida normal.
Tras un mes en el
hospital, Florence empezó a utilizar muletas y recuperó algo de movilidad en la
mano derecha. Después de ingresar en un centro de rehabilitación, los progresos
eran cada vez más evidentes. Pasaba varias horas al día con un terapeuta del
lenguaje, un neuropsicólogo y un fisioterapeuta.
“Al ver una
imagen, me resultaba imposible pronunciar la palabra correspondiente y decía
otra”, recuerda. “Poco a poco empecé a entender lo que se esperaba de mí. Tardé
casi un año en volver a hablar y leer. A escribir mucho más”.
Han pasado tres
años desde el ACV, y Florence aún sigue en terapia del lenguaje. Se vio
obligada a dejar su trabajo como peluquera. Hoy se ha recuperado al 75 por ciento
y está decidida a seguir mejorando.
Jan empezó a
recibir fisioterapia cuando aún se encontraba en el hospital, una semana
después del segundo ACV.
“Al principio me
era imposible levantar el brazo”, recuerda. Pero con la ayuda de su terapeuta,
siguió trabajando. “Tras la segunda semana, pude moverlo un poco”.
Entonces lo
trasladaron a una clínica de rehabilitación, donde pasó cinco semanas. A
diferencia de Florence, Jan entendía lo que leía, pero le costaba trabajo
articular respuestas, incluso sencillas. Lo primero que hizo en la terapia del
lenguaje fue aprender a decir palabras; luego frases sencillas. Era muy
difícil, dice, “poner las palabras en el orden correcto”.
Jan tenía un
intenso deseo de recuperarse. Como ejemplo, narra uno de los primeros intentos
por hablar con una encargada del supermercado tras abandonar el centro de
rehabilitación. “Al pedir carne y fiambre, tartamudeaba era casi
incomprensible, pero me hice entender”.
Aún va a sesiones
de fisioterapia y terapia del lenguaje; no obstante, asegura, la vida diaria es
la mejor terapia. En su tiempo libre, monta en bicicleta y sale a caminar por
la naturaleza. Aunque aún no ha recuperado el control total de la mano derecha
y escribe con la izquierda: “Primero intento hacer todo con mano y brazo
derechos”.
La capacidad del cerebro de reconfigurarse
Aunque el ACV es
la principal causa de discapacidad mundial, aún no está claro cuánta gente que
se considera incapaz de más progresos podría mejorar con el tratamiento
adecuado. Son muchos los pacientes que suspenden la rehabilitación en semanas.
No obstante, según un artículo de 2014 publicado en la revista Topics in Stroke
Rehabilitation, existen suficientes motivos para ser optimista.
La prueba más
drástica fue un hombre canadiense que, tras sufrir un ACV isquémico en 1979,
perdió la movilidad en la mano izquierda durante 22 años.
Un año después de
empezar a nadar en 2001, la mano empezó a dar señales de vida. Se incorporó a
un programa intensivo de fisioterapia. En dos años pudo volver a agarrar
monedas con la mano antes paralizada. Cuando los médicos le hicieron una
resonancia magnética, vieron que su cerebro había empezado a “reconfigurar su
cableado”, es decir, a crear nuevas vías de transmisión de impulsos para
sustituir el tejido destruido.
La capacidad de
crear nuevas rutas para rodear lugares lesionados se conoce como plasticidad
cerebral. Tras un ictus, las neuronas están lesionadas, pero no hay
destrucción. Si logran recuperarse, podrán volver a funcionar como antes e
incluso de modo más integral.
“Si en los
primeros 30 días el paciente logra aunque sea un destello de movimiento en un
miembro flácido, lo considero un signo prometedor”, señala la doctora Heidi
Fusco, profesora adjunta de Medicina de Rehabilitación en el Centro Rusk de la
Universidad de Nueva York, Estados Unidos.
“Tengo pacientes
que siguen recuperándose tras dos o tres años, y la mejora continua”. El
profesor Hummel tiene una visión de futuro en la que esto sucede más a menudo.
“Tenemos que transitar de las terapias generalizadas a los tratamientos
precisos y personalizados”, indica.
Mediante sus
investigaciones intenta descubrir “biomarcadores” que algún día ayuden a los
médicos a saber con anticipación qué terapias van mejor a los distintos
pacientes, e incluso qué áreas sanas del cerebro deben estimularse para que
otras neuronas asuman las funciones de los sectores destruidos.
“Lo más
importante es reconocer”, afirma, que hay “tratamiento y herramientas eficaces,
y las cosas sencillas son tan importantes como las complicadas”.