Si alguien preguntara cuál es la esencia de la paternidad, contaría momentos como este.
Ya tiene 14 años, una edad turbulenta. Todo el mundo nos advirtió. Por momentos seguirá siendo tu chiquita, dijeron, y en otros arremeterá con tal furia que te preguntarás cómo pudo salir tan mal. Todo el mundo nos advirtió de lo que vendría, y les creímos. Tuvimos sesiones de planeación del futuro, charlas sobre paciencia y apertura y firmeza, cuando fuera necesario.
Estábamos preparados. No estábamos preparados.
Los atletas de élite te dirán que, en su primer juego profesional, todo se mueve tan increíblemente rápido que no hay forma posible de estar listo para enfrentar semejante velocidad, furia y violencia.
Estábamos preparados. No estábamos preparados.
Ella sube al auto. Es de noche y paso a buscarla de una actividad, está feliz. Solía estarlo siempre. Ahora es una apuesta de 50-50. Me muestra una foto que quiere publicar en Instagram en la que aparece con una amiga. Me pregunta si está bien. Le digo que está bien. No sé si está bien; estoy esforzándome por mantenerme al día con las reglas. Está feliz.
Nos quedamos detenidos en un semáforo en rojo debido a la indecisión del conductor de un auto. Le gruño al indeciso. Ella ríe y hace lo mismo. Recuerdo cuando era una bebé y hacía esos gruñidos chistosos. Una vez la llevamos a un juego de béisbol de entrenamiento, en Florida. Hacía frío y la envolvimos en una manta.
De vez en cuando surgía de la manta un fuerte “Rahhhhrrrrrrr” y la gente en las filas que estaban delante de nosotros giraba la cabeza a ver quién o qué hacía ese ruido.
El semáforo cambia a verde. Nuestra conversación es de asuntos triviales. Es agradable no interrogarla por un momento sobre la escuela, la tarea o los amigos y para ella resulta un respiro no verse obligada a hablar de ello. El aire es fresco y las ventanas están entreabiertas; suena Video Killed the Radio Star en la radio. “Me gusta mucho esta canción”, dice. Le cuento que, hace años, mis amigos Tommy, Chuck y yo hicimos la lista de nuestras cien canciones favoritas y esa pieza estaba en ella.
—¿Actualmente está en esa lista? —me pregunta.
Tiene curiosidad. Solía ser curiosa todo el tiempo. “Cuéntame una historia de cuando eras chico”, me pedía. Ya casi nunca lo hace. Para un adolescente la curiosidad es una señal que denota vulnerabilidad, una admisión vehemente de que hay cosas en este mundo de las que no tienen ni la menor idea. Recuerdo haber tenido ese sentimiento. A veces me grita: “¡No necesito tu ayuda!”. Me acuerdo de eso. Grita: “¡Aléjate! ¡Déjame en paz! ¡No entiendes nada!”. Me acuerdo de eso. Grita: “¡No importa. Voy a fracasar de todos modos!”. Sobre todo me acuerdo de eso.
Tiene poco interés en recordar. Para ella el reloj avanza y todo lo que quiere es mirar hacia el futuro: hay tanto por hacer en este mundo, en esta vida. En solo un año estará cursando el bachillerato. Y en dos años ya podrá conducir.
En tres años comenzará una búsqueda exhaustiva de universidades. En cuatro años estará en el último año del bachillerato. Adelante. Siempre adelante.
Y yo miro hacia atrás.
Siempre atrás. La cargo, su cabecita minúscula se apoya sobre mi hombro, y canto Here Comes the Sun intentando hacer que se duerma. Recorro con ella la tienda de regalos de Harry Potter World mientras trata de decidir entre comprar un búho de felpa o una bolsa de Gryffindor. La ayudo con su tarea de matemáticas, cuando los problemas eran tan fáciles que podía calcular las respuestas sin apuntar. Veo La princesa prometida con ella por primera vez, y la oigo decir con su vocecita aguda: “¡Diviértete asaltando el castillo!”.
—Oye, papá, ¿me prestas tu teléfono celular? —pregunta—. ¿Puedo poner algo de música?
—Claro —le digo.
Pulsa algunos botones, la canción comienza, la reconozco de inmediato. Es su canción favorita de la banda de rock alternativo estadounidense Death Cab for Cutie.
“Conocí a una chica
En mis años de juventud
Con ojos como el verano
Toda belleza y virtud
Hui en la madrugada
Dejé una nota que decía Algún día.
Serás. Amada.”
Se la enseñé hace un tiempo.
—¿Qué tipo de música me podría gustar? —me había preguntado.
—¿Por qué no probamos algo de Death Cab for Cutie? —pregunté.
Se enamoró.
Sigue enamorada. Se sabe la letra y la canta. Yo también.
“Quizá te sientas sola cuando estás a punto de dormir
Y cada vez que las lágrimas ruedan por tus mejillas
Pero sé que tu corazón le pertenece a alguien que aún tienes que conocer. Algún día. Serás. Amada”.
Me mira y sonríe.
Sus dientes están derechos; los aparatos dentales han desaparecido. Se acerca un poco más a mí.
—¿No te encanta esta canción, papi? —me pregunta.
La oigo decir “papi” y de inmediato me acuerdo de cuando corría hacia mí en el aeropuerto tras regresar de cualquier viaje, me abrazaba y ya no quería soltarme. Tiene 14 años, una edad turbulenta. Mañana podría ser capaz de ignorarme. Pero ahora, en este momento, en la frescura de la noche, me sonríe, me toma de la mano y cantamos junto a Death Cab for Cutie. Cantamos muy desafinado. Cantamos muy desafinado, pero juntos.